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Roberto Pombo hace un repaso de los expresidentes del país en nuevo libro

Prólogo de 'Muebles viejos', el nuevo libro del periodista bogotano, que presenta en la Filbo.

Roberto Pombo, exdirector de EL TIEMPO.

Roberto Pombo, exdirector de EL TIEMPO. Foto: Archivo EL TIEMPO

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La idea de este libro fue de Édgar Téllez, editor de textos de periodismo y coyuntura en Editorial Planeta y gran amigo mío, además de compañero muy valiente en más de una batalla periodística, quien, inspirado en un libro excelente y hoy inconseguible de Plinio Apuleyo Mendoza, 'Los retos del poder' (recuerdo que basado en crónicas publicadas en EL TIEMPO), me planteó la posibilidad de hacer una reflexión casi por cartas sobre los presidentes que me tocaron en mi vida como periodista.
Los presidentes, pero sobre todo desde su condición de expresidentes, ya por fuera del poder y ejerciendo esa especie de autoridad incómoda y patriarcal que ha ido cambiando con las épocas y que nadie sabe muy bien para qué sirve ni cómo mantenerla en lo que suele llamarse sus “justas proporciones”. No en vano uno de los expresidentes, Alfonso López Michelsen, sin duda el más agudo de ellos, solía comparar esa condición de jubilados del poder con esos muebles viejos que están siempre en la casa y que las familias no saben ya dónde poner. No se pueden deshacer de ellos, pero son como un estorbo que hay que tener con resignación y algo de cariño, en recuerdo de lo que alguna vez fueron. Eso era lo que decía López, y lo complemento con otra metáfora expresidencial –curiosamente también referente al mobiliario doméstico–, en este caso de Ernesto Samper Pizano, quien comparaba a los de su cofradía con un jarrón de porcelana en la sala de la casa, que a nadie le gusta, pero nadie se atreve a quitarlo.
Yo había venido hablando en tertulias privadas con mi amigo Juan Esteban Constaín sobre los presidentes que me tocó vivir como periodista, y había aventurado en esas charlas varios juicios de valor, de manera que cuando me llegó la propuesta de Édgar Téllez pensé: “¡Qué carajo, hagámoslo!”.
Este no es un libro de historia ni es una investigación periodística; es más bien una serie de perfiles al vuelo, sin ninguna aspiración rigurosa o académica, en los que evoco la vida y obra de los presidentes cuyo mandato tuve que cubrir como periodista desde que me inicié en la revista Alternativa, por allá a finales de los años 1970. Esa es la razón por la que no aparecen, por ejemplo, Carlos Lleras Restrepo ni Misael Pastrana. Aunque a todos ellos los entrevisté luego o los vi varias veces, sus gobiernos solo me tocaron como ciudadano, en ese entonces muy joven, y no desde una redacción o una sala de noticias.
'Muebles viejos' es editado por Planeta.

'Muebles viejos' es editado por Planeta. Foto:archivo particular

Es la misma razón, aunque desde una perspectiva completamente distinta, por la que no aparece Iván Duque. Ha pasado muy poco tiempo desde que salió de la Casa de Nariño y no puedo emitir un juicio sobre su papel como expresidente, aunque sí puedo intuir que la historia será con él más benévola de lo que hoy parece. Le tocaron tiempos muy duros y supo sortearlos con seriedad y bastante juicio, aun en medio de una catástrofe global como fue la pandemia del covid-19.
Solo atenidos a las cifras y los indicadores, es innegable que los resultados del gobierno de Duque son más positivos que los comentarios que suelen hacerse sobre su mandato, en especial si uno mira los contextos internacional y regional. El problema está, sin embargo, en que un presidente no está allí solo para istrar sino sobre todo para gobernar. Lo que se necesita no es un gerente sino un estadista. Para eso los eligen. Y en ese rubro, quizás por su inexperiencia política, Duque se enfrenta a una especie de injusticia histórica, pero inevitable y casi inherente al cargo que decidió asumir. Fue un , lo cual no es poco en un país como el nuestro, pero no fue un estadista en el sentido más profundo de la palabra. istró mejor de lo que gobernó, porque el gobierno exige un sentido de la política que en su caso muchas veces no estuvo presente.
Igual, siempre será muy injusto e ingrato el ejercicio del poder, mucho más en un país como Colombia; y sobre eso también es este libro. No pretendo exculpar a ninguno de ellos, entre otras cosas porque ese es el precio que tienen que pagar cuando, en el colmo de la vanidad o del patriotismo, se sienten inspirados y señalados para llegar allí. “Tú te metiste, tú te sales”, como el famoso dicho, y no voy a ser yo quien salga a defenderlos de oficio. Pero el periodismo, que es la única actividad a la que me dediqué en la vida, es o debería ser un intento por comprender las cosas, por reconocer en ellas todos sus matices y no solo una caricatura desde la que es muy fácil juzgar, en términos categóricos e inapelables. No es esa mi idea del periodismo y nunca lo he ejercido así, y quizás por eso en no pocas ocasiones he sido más conciliador de lo conveniente.
No importa, porque mi idea no fue nunca la de ser el protagonista de las noticias. Y como casi siempre me dediqué al periodismo político, en más de cuarenta años de carrera pude llegar a entender –o al menos eso espero– los resortes del poder en nuestro país, la forma como funcionan las cosas y el abismo que hay entre la realidad desbordante que tienen que manejar quienes están allá adentro y la percepción desde afuera, muchas veces superficial y equivocada, que es algo que muchos en la prensa parecemos alimentar a ratos con mucho de vanidad y no poca ingenuidad.
En otras palabras, la política es una actividad muy difícil, muy compleja, y los que se dedican a ella, a pesar de los mil defectos que puedan tener, desarrollan una especie de técnica que los hace manejar la maquinaria del Estado con una destreza que no se aprende sino ahí. Los que ven ese espectáculo desde la tribuna, ya sea en la academia o en el periodismo, suelen creer que todo es muy fácil y que basta una buena teoría para corregir lo que parece tan obvio y que al final no lo es. Por eso aspiro lograr, tal vez con excesiva ingenuidad, que estos recuerdos sean, de alguna manera, una cierta reivindicación de esta actividad.
Pero quizás no haya nada que explique mejor esto que digo sobre el cargo de la presidencia de la república en cualquier lado, pero sobre todo en Colombia, donde hay tantas carencias y dificultades: alguna vez contaba Ernesto Samper que fue de visita oficial a Chile durante la presidencia de Patricio Alwin, y durante su encuentro lo interrumpieron varias veces porque tenía que pasar al teléfono para resolver un asunto grave en Bogotá. Al final de la reunión el presidente chileno le dijo: “Eso que le pasó a usted hoy, en una hora, le pasa aquí a un presidente si acaso una vez en sus cuatro años de mandato”.
A lo largo de su carrera periodística, Roberto Pombo se convirtió en un agudo analista político, que lo llevó a ser testigo de primera mano del poder de este país.

A lo largo de su carrera periodística, Roberto Pombo se convirtió en un agudo analista político, que lo llevó a ser testigo de primera mano del poder de este país. Foto:Archivo EL TIEMPO

En últimas, los presidentes de Colombia siempre han sido como esos jinetes de rodeo en los Estados Unidos, que uno cree que van a dominar el toro muy rápido, y resulta que el animal indómito los tumba en cinco segundos. Así suele pasar aquí. Cada cual, a su manera, todos esos personajes están llenos de cualidades y virtudes, muchos de ellos realmente talentosos y algunos incluso superdotados; pero en un abrir y cerrar de ojos el potro indomable del gobierno los tira al piso, y a partir de allí lo único que les queda es sobrevivir, sobreaguar, contar las horas hasta que se termine el suplicio.
Y luego de que termina, ¿qué? Este libro es también sobre ese destino desolador de quienes llegaron a tenerlo todo y de golpe ya no lo tienen más. Lo digo así porque el poder presidencial en Colombia es descomunal, casi monárquico. Llegar allí ha sido la obsesión de muchos, por no decir que de todos. Cuando yo era niño se decía que colombiano que se respete es candidato presidencial, e incluso gente brillante y con todos los merecimientos, como Álvaro Gómez Hurtado, no pudieron alcanzar la meta. ¿Por qué? Es difícil decirlo. Muchas cosas influyen allí: la suerte, el azar, estar en el lugar que es en el momento que es. No bastan la inteligencia –y habría que definir bien en qué consiste la inteligencia–, la probidad, la astucia, la formación… A veces se imponen el carisma, la habilidad y la componenda.
No hay fórmulas precisas, nada está escrito y por eso en cada elección presidencial lo que parecía al principio muy evidente se desvirtúa rápido. Pero el suplicio de la presidencia se vuelve casi un consuelo frente al tormento de la ‘expresidencia’, cuando pasan de ser el centro del mundo y se vuelven un mueble viejo o un jarrón de porcelana. Reinventarse, como dicen ahora, es un reto casi tan difícil como gobernar. Más en una época como la que nos tocó, en la que los presidentes llegaron muy jóvenes al poder y salieron de él muy jóvenes también, con casi toda una vida por delante.
Eso cambió la tradición que había aquí, de unas figuras venerables y sabias que además estaban refugiadas en los partidos -cuando había partidos- y su autoridad parecía no tener sombras ni tachas, incluso más que cuando habían ejercido el poder. La consigna era la de la gratitud y el respeto inobjetable. Fuera como fuera, y ya lejos de todo, había que tratar con reverencia a esos patriarcas que de tanto en tanto se sacudían el moho y volvían a las viejas intrigas y los viejos juegos de la política, pero ya resignados al relevo generacional hasta que les llegaba la muerte.
Eso en Colombia se acabó hace rato. Además, porque entre nosotros no funciona eso que hay en los Estados Unidos, o había hasta Donald Trump, que es el famoso “club de los expresidentes”, una exclusiva cofradía de quienes ejercieron el poder y luego se ponen al servicio de su país, sin importar diferencias de partido o bandera, y se unen para ayudar al que esté allí. Eso empezó cuando Harry Truman acudió a su archienemigo político Herbert Hoover, a quien le había tocado gobernar durante la recesión económica de comienzos del siglo XX, para que lo ayudara a rescatar del hambre a Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Es un acto de grandeza que hace que personajes tan disímiles como George Bush hijo y Bill Clinton, llegada la hora, pudieran darse la mano y remangarse la camisa para defender la misma causa.
Eso en la Colombia de hoy ya no es posible, por desgracia. Las heridas son muy profundas, y la falta de compostura y dignidad se volvieron la norma y el ejemplo. Este libro aspira a ahondar en todos esos aspectos, siempre desde una percepción personal y periodística. Cada uno de estos muebles viejos tal como los vi yo cuando los colombianos los pusieron en el edificio de la Presidencia y cuando salieron, cuatro u ocho años después. Esa podría ser la premisa de este libro. En él están solo quienes me tocaron a mí como periodista, tanto en la Casa de Nariño como después, por fuera de ella. Es probable que todos ellos, en especial los vivos, estén en abierto desacuerdo conmigo por considerar mi juicio demasiado injusto, y estoy seguro de que la mayoría de los lectores de este libro también estarán en desacuerdo, pero en su caso por tratar a estos expresidentes con excesiva benevolencia.

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