Entre los muchos anuncios –por ahora, bastante generales– de los proyectos que impulsará su gobierno, el presidente electo, Gustavo Petro, habló de eliminar la Procuraduría General de la Nación.
No es una propuesta para tomar a la ligera. Petro afirmó después que los funcionarios de la Procuraduría pasarían a formar parte de la que llamó ‘una gran Fiscalía anticorrupción’ (que, de hecho, ya existe), salida que de ninguna manera atempera los alcances de la eliminación de la que habló en primer lugar. Antes bien, lo que puede inferirse –de nuevo, de una idea poco detallada– es una preocupante simplificación de lo que significa y de las funciones del Ministerio Público en Colombia, una institución que va ya para los dos siglos.
Que siempre se pueden mejorar los procesos de las entidades oficiales y que hemos tenido unos procuradores generales eminentes, así como otros cuestionados y menos vigilantes del poder, quién lo discute. La eliminación de la polémica figura de la reelección del Procurador (el último fue Alejandro Ordóñez), las medidas en la transparencia de la selección de las ternas (prohibiendo, por ejemplo, la práctica del ‘yo te elijo, tú me eliges, que por cierto tumbó la segunda elección de Ordóñez) y la creación de mayores garantías de debido proceso en los casos disciplinarios, entre otros, han sido ajustes necesarios y muy luchados. El gigantismo burocrático y el exceso de altos cargos nombrados casi a dedo es otro mal que persiste. Y aún se puede hacer mucho para homologar pruebas en casos que son a su vez penales y disciplinarios y evitar innecesarias repeticiones.
Pero de todo esto a pretender que acabar con la Procuraduría aportará para combatir la corrupción no solo hay mucho trecho, sino mucho desconocimiento. Además, puede enviar un mensaje de peligroso revanchismo con los entes de control que en otros países del vecindario ha sido la puerta de entrada al debilitamiento, cuando no la eliminación, de elementos centrales para cualquier democracia como lo son la separación e independencia de los poderes públicos.
Si se elimina la Procuraduría, ¿quién controlaría el cumplimiento de las normas que garantizan que el servicio público sea transparente, eficiente y cuidador de los recursos de la Nación? ¿Qué pasaría con los miles de procesos en curso? ¿Qué pasaría con las funciones de protección de los derechos humanos y con la labor de Ministerio Público (independiente de la Fiscalía) que cumple la Procuraduría en los procesos penales?
¿Qué sentido tendría que la función disciplinaria tome un carácter penal cuando precisamente la línea imperante en todo el mundo es, al revés, sacar del ámbito jurisdiccional la mayor cantidad de controversias, incluso varias que hoy son penales? ¿Cómo aportaría esto para combatir la corrupción cuando lo que pasa en el país es, al contrario, que los niveles de impunidad penal llegan hasta el 90 por ciento?
Y otra reflexión de fondo: ¿se podría eliminar vía reforma constitucional en el Congreso a la Procuraduría? Voces expertas en estos temas, como la de la Corporación Excelencia en la Justicia, advierten que la respuesta sería negativa, pues se configuraría la figura de la sustitución de la Constitución, que ha tumbado ya varias reformas impulsadas por otros presidentes.
Una intentona semejante, agregan los expertos, solo podría ser viable mediante una asamblea constituyente.
Y todos sabemos muy bien de los riesgos que implica para la democracia abrir esa caja de Pandora con la excusa de cualquier reforma, en este caso de la Procuraduría.
JHON TORRES
Editor de EL TIEMPO