A días de haberse cumplido una década del homicidio del joven grafitero Diego Felipe Becerra –y después de estar seis años huyendo de la justicia–, el responsable de esa muerte, el expolicía Wilmer Antonio Alarcón, finalmente cayó en manos de las autoridades.
Al patrullero Alarcón le espera una condena de más de 37 años de cárcel, ya ratificada en segunda instancia por el Tribunal Superior de Bogotá. Y tiene otro proceso pendiente por su participación en el montaje con el que se trató de presentar al joven de 16 años como un atracador armado.
¿Qué concluyó la justicia?: “Los exámenes elaborados por los peritos del Instituto de Medicina Legal no determinaron la presencia de antimonio, plomo o bario (...) Es decir, la víctima no portaba ningún tipo de arma blanca o de fuego, como lo quisieron hacer ver los uniformados al colocar (en el lugar de la muerte) un arma tipo Sterling de color cromado y de calibre 22 largo”.
Una década después, aún están por determinarse las responsabilidades de altos personajes de la Policía de Bogotá de esa época (agosto de 2011), cuyas actuaciones, según procesos aún pendientes de sentencia, llevaron a este fallido ‘falso positivo’ en las calles de Bogotá.
Son varios los testimonios que señalan que, tras el disparo realizado a menos de dos metros de distancia, Alarcón llevó desesperado a Diego Felipe hasta la clínica donde finalmente falleció. Trató de salvarle la vida. Y lo que pudo ser un proceso por homicidio involuntario, producto de la inexperiencia o el mismo estrés de un procedimiento policial mal ejecutado, terminó en una condena ejemplar por homicidio agravado y en una trama de mentiras que salpica a un asesor de la Policía de Bogotá y a varios altos oficiales.
¿Qué habría pasado si desde un primer momento las autoridades hubieran aceptado su responsabilidad en esa muerte y no se hubiera activado la impresionante cadena de falsos testimonios que siguieron después y que, dice el expediente, Alarcón estaba lejos de poder controlar? ¿El joven patrullero estaría abocado, como hoy, a terminar sus días detrás de las rejas?
El caso de Diego Felipe, y el de Alarcón, es una de esas lecciones que la Policía debía revisar en sus academias de formación como lo que es: la dolorosa demostración de que cuando de la institución cometen delitos o errores lo único que procede es asumir con transparencia las consecuencias ante la opinión pública y dejar que la justicia haga su trabajo. Sin esguinces.
JHON TORRES
Editor de EL TIEMPO