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Así fue la noche de horror cuando masacraron 35 personas en La Chinita

Se cumplen 27 años del hecho, ocurrido en Apartadó, Antioquia. Testimonio de dos sobrevivientes.

Las víctimas de la masacre fueron integrantes del movimiento político Esperanza, Paz y Libertad, conformado por desmovilizados de la guerrilla del Epl, que dejaron las armas en 1991.

Las víctimas de la masacre fueron integrantes del movimiento político Esperanza, Paz y Libertad, conformado por desmovilizados de la guerrilla del Epl, que dejaron las armas en 1991. Foto: Raúl Arboleda / AFP

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Barrio La chinita, Apartadó, Antioquia, 23 de enero de 1994.
1:40 de la madrugada.
A Silvia Irene Berrocal la despertó el estruendo de los fusiles. Hacía calor. Sonaron golpes fuertes y desesperados en la puerta de su casa.
–Su hijo está herido– le gritó una muchacha.
Silvia no tuvo tiempo ni de pensar. Atravesó corriendo las cuatro calles que la separaban de donde Rufina Perea, su vecina, que había organizado una verbena para recoger fondos y comprar los útiles escolares de sus hijos. Pero las balas de guerrilleros del Quinto Frente de las Farc acabaron con la fiesta y se llevaron la vida de 35 personas.
Silvia no tuvo tiempo ni de pensar. Y eso que los armados podían seguir por ahí. “Cuando a uno le dicen que su hijo está herido, no le da miedo. Un hijo es un pedacito de uno, y uno va en busca de ese pedacito”, dice ahora, 27 años después de esa madrugada, y recuerda que, al llegar a la casa de Rufina, sintió que el piso estaba mojado.
A Alcides Segundo Lozano Berrocal, de 16 años, lo llamaron igual que a su padre. Por eso, para no confundirlo, en casa siempre le dijeron ‘Alcidito’.
Cuando a uno le dicen que su hijo está herido, no le da miedo. Un hijo es un pedacito de uno, y uno va en busca de ese pedacito
Cuando Silvia lo vio, estaba sentado en una silla, con el torso recostado sobre la mesa y el rostro encima de los brazos.
–¡Alcidito!– le gritó ella.
Lo único que escuchó fue un ‘Mmmm’, respuesta suficiente para saber que aún no se le había ido. Que la guerra todavía no se lo quitaba.
Con el mismo tesón que salió corriendo de su casa a buscar a su hijo sin importar la balacera que había parado apenas minutos antes, salió a la calle a pedir, a gritos, una hamaca para llevar a su Alcidito al hospital. A lado y lado yacían decenas de cuerpos sin vida.
Veintitrés meses antes de la masacre, una noche de febrero de 1992, cientos de familias de obreros bananeros y algunos desmovilizados de la guerrilla del EPL, agrupados en el movimiento político Esperanza, Paz y Libertad, se tomaron un lote de 102 hectáreas de la finca La Chinita y empezaron la invasión que, en su momento, se consideró la más grande de América Latina (tenía tres veces el área de Apartadó).
“En el barrio todos teníamos hamacas. Mucha gente dormía en eso”, cuenta Silvia.
Un conocido salió con una, le ayudó a montar a su hijo herido, y se lo llevaron para el hospital Antonio Roldán Betancur. Silvia le hablaba a Alcidito en el camino. Tenía fe de que sobreviviera.
Cuando llegaron, le vio la cabeza hinchada y los ojos verdes, cerrados. “El médico dijo que se me moría. Le metieron un tubo por la boca y botó sangre. Como a los cinco minutos se me fue”, dice esta mujer, que ahora tiene 62 años.
Las víctimas de la masacre de La Chinita eran civiles que participaban de una fiesta luego de una manifestación política del Epl.

Las víctimas de la masacre de La Chinita eran civiles que participaban de una fiesta luego de una manifestación política del Epl. Foto:LUIS BENAVIDES / ARCHIVO EL TIEMPO.

Mientras Silvia aguardaba en el hospital a que le entregaran el cuerpo de su hijo, en el barrio comenzaron a golpear la puerta de la casa de Diana Marcela Hurtado, quien para esa madrugada de horror tenía apenas tres años.
No recuerda qué le decían a su madre, pero empezó a llorar, y ella lloraba de solo verla. “Mi mamá tenía una pijama azul, una bata larga, y yo me le prendí a la pijama para que me llevara con ella”, dice Diana, y rememora que ella también tenía puesta una bata, pero blanca y con un tigre estampado, que su papá, Fausto, le regaló de Navidad.
En esas ya despuntaba el amanecer. Con los primeros rayos, Diana y su mamá llegaron hasta la casa de Rufina y fueron testigos de la barbarie. No era solo ver los cadáveres que seguían en el lugar: tenían que buscar entre esos el de Fausto.
En la vivienda no estaba. Alguien les dijo que su cuerpo estaba detrás de un montón de tablas, de esos que abundaban en la invasión porque muchos vecinos apenas estaban armando sus ranchos.
“Caminamos como unas tres calles y vimos un cuerpo. Cuando mi mamá se acercó al piso, suspiró de tranquilidad: no era mi papá”, cuenta Diana.
Pero pronto vino lo peor. Una vecina les indicó el lugar donde estaba el cuerpo de Fausto, un hombre de 24 años que dejaba cinco hijos —el menor, de apenas seis meses–, que trabajaba en los cultivos de banano y repetía que su sueño era tener una hija enfermera, otra secretaria y un abogado.
En total, la guerrilla asesinó a 34 hombres y una mujer la madrugada de ese 23 de enero de 1994. Otras 17 personas quedaron heridas.
Caminamos como unas tres calles y vimos un cuerpo. Cuando mi mamá se acercó al piso, suspiró de tranquilidad: no era mi papá
Horas después, por las calles destapadas del barrio corrían familias enteras desplazadas, con las pocas pertenencias que podían llevar consigo. También pasaban carros y camiones con mudanzas de quienes huían por temor a que los armados regresaran.
“Los que se quedaban, permanecían con la puerta cerrada”, dice Silvia Berrocal, quien al regresar al barrio veló el cuerpo de Alcidito en su propia casa. Cerca de allí, en la gallera, hicieron una velación colectiva varias de las familias de las víctimas.
Diana cuenta que, contrario a lo que pasó con varios vecinos, su familia se aferró más a su casa: “Mi mamá insistía en que por buscar esa casa, por perseguir esa meta, mi papá había muerto. Por eso no podíamos irnos”.
Más de dos décadas después del hecho, que pasó a conocerse como la masacre de La Chinita, Silvia y Diana se convirtieron en dos de las cinco delegadas de su comunidad que asistieron, en representación de las víctimas, a la mesa de negociaciones de paz en La Habana entre el gobierno colombiano y las Farc.
Allá pudieron encarar a algunos de los responsables del asesinato de sus familiares.
“No sabíamos con qué nos íbamos a encontrar, pero nos dimos cuenta de que son personas, son humanos. Yo les pregunté por qué lo hicieron, por qué me mataron a mi hijo de 16 años. Yo vi personas sinceras y arrepentidas, y por eso tomé la decisión de perdonarlos”, dice Silvia, y reconoce, de paso, que aún hay varios temas pendientes.
A pesar de que las víctimas de La Chinita fueron reconocidas como sujetos de reparación colectiva y están acreditadas ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), todavía siguen esperando que la otrora guerrilla cuente la verdad detrás de la masacre, que reparen a todas las víctimas y que se defina el rol de los agentes del Estado, que no hicieron lo suficiente para proteger al barrio de lo que pasó esa madrugada de hace 27 años.
El laberinto judicial del caso ha sido tal que, hace pocas semanas, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) decidió estudiar una denuncia que presentaron varias víctimas en 2010, argumentando que aún no han recibido justicia ni reparación debida.
Ahora, cuando se celebra un nuevo aniversario del hecho y se honra la memoria de las 35 víctimas, Diana –la niña de 3 años que se convirtió en una mujer de 30 y sostiene el recuerdo del día que tuvo que salir en pijama a buscar el cuerpo de su papá– repite una frase de Concepción Arenal que la ha ayudado a salir del laberinto en que la dejó la violencia: que el dolor, cuando no se convierte en verdugo, es un gran maestro.
JULIÁN RÍOS MONROY
En Twitter: @julianrios_m
Redacción Justicia

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