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Bret Easton Ellis y la verdad del asesino de Los destrozos
El autor de American Psyco, regresa con Los destrozos, una obra monumental y sangrienta.
Bret Easton Ellis
(Los Ángeles,
1964) es
considerado el
cronista de la
generación X en
Estados Unidos y
una de las voces
más provocadoras
de la literatura
americana. Es
autor de Suites
imperiales y
Lunar Park, entre
otras novelas Foto: Getty
Los detectives clásicos de Los Ángeles –Philip Marlowe, Sam Spade o Lew Archer– son machos puros; se acuestan con rubias despampanantes y se agarran a puños con matones de trajes italianos; no son maricas ni miran el trasero de sus amigos en el gimnasio o en el vestier; no se les pasaría por la cabeza acostarse con el papá de sus clientas o de sus novias y no se robarían un par de calzoncillos para masturbarse con ellos. Tampoco tendrían un Mercedes descapotable –sus autos son trastos viejos y ordinarios–, y mucho menos, con 17 años, se enfrentarían con un asesino en serie que despedaza mascotas y utiliza sus cabezas para incrustarlas en los genitales de sus víctimas.
Portada de Los destrozos, de Bret Easton Ellis. Foto:Archivo particular
Bret Easton Ellis regresa a los altares literarios con una novela policiaca en clave adolescente. El protagonista de Los destrozos lleva su nombre y revive parte de su biografía. Ellis, el narrador, empieza la novela con su yo actual –es el legendario autor de Menos que cero, American Psycho y Glamourama–, en un paseo en auto por Los Ángeles.
Está con su novio Todd y, en un instante fugaz, ve a una vieja amiga de colegio y su presencia hace que una serie de recuerdos reaparezcan en su cabeza. Ellis tiene que volver a los años 80, a su último año de colegio, donde vivió una pesadilla con un criminal que asesinó a su primer amor adolescente y a la imagen de un compañero de colegio que –probablemente– inició todo: Robert Mallory.
Los escenarios de la novela son clásicos de Ellis: mansiones imperiales, apartamentos con vistas infinitas, un colegio de niños ricos que se mueven por la ciudad en autos Porsche, Jaguar o BMW, clubes privados donde no reciben como socios a negros ni a judíos, piscinas donde se podría entrenar un campeón olímpico y restaurantes donde los meseros conocen el nombre de sus clientes y sus tragos y platos favoritos. Una ‘vida blanca ideal’, que Ellis, con unas cuantas puntadas empieza a desmoronar.
Él y la mayoría de sus compañeros son ‘libres’ de la vigilancia de sus padres. Bret –incluso– está solo la mayor parte de la novela porque sus padres están tratando de rearmar su matrimonio en Europa y su vida cotidiana apenas tiene la presencia de Rosa, la empleada doméstica; otro de sus amigos vive en una casita aparte de la casa principal donde se pasa la tarde fumando porros. Y Robert Mallory –el intruso que llega de otra ciudad– vive con su tía y, según dicen, estuvo un tiempo en un hospital psiquiátrico por haber violado a su hermana y de alguna manera estar involucrado en la muerte de su mamá.
Christian Bale en su icónico papel en
American Psycho inspirada en el clásico homónimo. Foto:American Psycho
Mallory llega a la vida de un grupo de amigos inseparables –los chicos más populares del colegio, entre ellos Bret, no por guapo ni por interesante, sino por ser novio de Debbie Schaeffer– y su presencia trastoca una existencia plácida de cocaína, tragos y fiestas en las que podían charlar –sin sentir ninguna emoción en particular: todo era parte de su vida cotidiana– con John Travolta, Jane Fonda, Angelica Houston, Jack Nicholson o con Franco Zeffirelli.
***
American Psycho’, 1991. 528
págs. Random House Foto:Penguin Random House
Thom y Susan, los mejores amigos de Bret, son un cliché ambulante: rubios, guapos, deportistas; son los reyes del colegio y las dos personas en la que es imposible no fijarse e imaginarlos teniendo sexo entre ellos. Bret es su mejor amigo y está enamorado de ambos. Debbie –por su lado– es hija de Terry Schaeffer –uno de los amos de Hollywood– y, por una serie de coincidencias, está encaprichada con Bret y son novios oficialmente. Es la segunda chica más bonita del colegio. Y para Bret es la fachada perfecta: no tiene que disimular ante nadie que no es heterosexual. Solo quedan unos meses de colegio y él solo piensa en terminar su primera novela, Menos que cero, y largarse de Los Ángeles y empezar su vida real, pero los dramas cotidianos empiezan a ahogarlo.
Ellis tiene una extraña capacidad de envolver al lector en las obsesiones de sus personajes. Hace años, Eduardo Arias me dijo que mientras leía American Psycho empezó a pensar que necesitaba cremas hidratantes para los codos y revitalizantes para las comisuras de sus ojos, hace poco leí Glamourama y extrañé las discotecas de los años 90 y no dejé de pensar en la omnipresencia y en las piernas de Kate Moss y Gisele Bündchen, pero con el autor de Blanco y Las leyes de la atracción siempre hay una trampa: las modelos pueden convertirse en terroristas, y el refrescante catálogo de aguas minerales de American Psycho puede transformarse en un río de sangre.
Ellis tiene aventuras homosexuales con dos amigos, las noticias hablan todo el tiempo de un asesino en serie, el Arrastrero, que incita su mente de novelista y lo hace seguir el caso; las pistas se suman una tras otra y nadie parece hacerle caso: hay un asesino entre ellos. En los años 70 y 80, dice Ellis, los asesinos en serie eran una plaga sin control, acechaban en las playas, en las autopistas, en las terminales de buses y dejaban un reguero de cadáveres. Era “una época anterior a las cámaras de vigilancia, los teléfonos móviles y la identificación por ADN en que los asesinos en serie podían permitirse ser muchos y despreocupados: la cifra de asesinatos cometidos por solo uno o por una pareja podía llegar a veinte o treinta, cincuenta o sesenta, durante aquella década en concreto (Ahora han sido sustituidos por los tiroteos masivos)”.
‘Glamourama’, 1998. 638 págs.
Random House Foto:Penguin Random House
Y el paraíso se trastoca. Ellis escribe una novela de confusión sexual y de misterio; él es el detective que trata de atar los cabos, y en algún momento termina en el centro de la trama, se convierte en testigo de crímenes atroces, se presta para un juego de adultos pervertidos, oye cintas en las que torturan a un adolescente y le hacen tragar los pedazos crudos de sus propias mascotas. Toma frascos enteros de Valium. El lector duda de su cordura y luego le cree, se horroriza con ciertas descripciones, con ciertos momentos atroces, el gran logro de Los destrozos es que es completamente creíble, ¿Ellis vivió todo eso?, ¿qué es realidad y qué es mentira?, ¿realmente se acostó con el papá de un compañero de colegio en un hotel de Beverly Hills?, ¿mató a alguien?, en las entrevistas que ha dado deja claro que algunos de sus compañeros son reales, ¿pero los crímenes?, ¿los abusos?
En el final de la novela hay un letrero gigante que dice que es una obra de ficción y que cualquier parecido con personas vivas o muertas es pura coincidencia, pero el desasosiego sigue incrustado y atascado en la garganta del lector, porque la adolescencia, sin duda, es una época criminal.