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Reescribir a Roald Dahl: indignados y ofendidos
La decisión de modificar el contenido de sus libros: ¿censura disfrazada de buenas intenciones?
Según los defensores de los cambios, los libros de Dahl tienen “contenido potencialmente ofensivo”. Foto: Getty Images
En una entrevista para The Paris Review, la periodista Leslie Willson le preguntó a Heinrich Böll, Premio Nobel de Literatura, qué quiso decir en Estocolmo cuando en su discurso afirmó que “el lenguaje y el poder de la imaginación eran la misma cosa”.
Esta fue su respuesta: “Que detrás de cada palabra se oculta un mundo que debe ser imaginado. En realidad, cada palabra tiene una enorme carga de recuerdos, no solamente de una persona, sino de toda la humanidad. Por ejemplo, la palabra pan, o guerra, o la palabra silla o cama o cielo. Detrás de cada palabra hay todo un mundo. Temo que la mayoría de la gente utiliza las palabras como algo posible de ser malgastado y no percibe la carga que subyace en cada una”.
El novelista alemán estaba señalando algo que, a pesar de parecer una obviedad, constituye la esencia misma del oficio del escritor: que su gran reto consiste en buscar que el lenguaje exprese de la manera más honda las ideas y los sentimientos que quiere transmitir; y que, para lograrlo, cada palabra que pone sobre el papel debe ser el resultado de una búsqueda absolutamente consciente de lo que los ses llaman le mot juste, la palabra precisa. Y no sólo las palabras. También los signos ortográficos. Para un poeta, una coma, un paréntesis, un signo de interrogación, son elementos que configuran sentido, y por los que puede dar duras batallas. Recuerdo que hace ya muchos años, cuando trabajaba en la sección de publicaciones de Colcultura, esas batallas las tuve que dar yo misma cuando un corrector de pruebas, con mucha experiencia pero muy obcecado, pretendía puntuar poemas de poetas colombianos que habían eliminado la puntuación de sus textos. Un irrespeto.
Esa ley sagrada, la de no cambiarle algo a un texto sin antes consultar con su autor, es transgredida de vez en cuando, generalmente en aras de la moral. Uno de los casos más conocidos le ocurrió a García Márquez. En 1963, en México, el escritor colombiano explicó así en una nota previa las razones por las cuales rechazaba la primera edición de su novela La mala hora, que había sido publicada en Madrid: “La primera vez que se publicó La mala hora, en 1962, un corrector de pruebas se permitió cambiar ciertos términos y almidonar el estilo, en nombre de la pureza del lenguaje. En esta ocasión, a su vez el autor se ha permitido restituir las incorrecciones idiomáticas y las barbaridades estilísticas, en nombre de su soberana y arbitraria voluntad. Esta es, pues, la primera edición de La mala hora”.
Uno de sus libros más conocidos, cuyo contenido será modificado. Foto:Archivo particular
Muchos más frecuentes son los casos en que por razones ideológicas los escritores son víctimas de los tiranos de turno, con consecuencias tan graves como prohibir sus libros y llevarlos a sus autores a la cárcel o al destierro. La lista es larga, y en el mundo moderno incluye desde rusos como Mandelstam y Solzhenitzyn hasta argentinos como Griselda Gambaro, Manuel Puig y María Elena Walsh. Ahora el turno de la censura disfrazada de buenas intenciones le ha tocado, increíblemente, a Roald Dahl, el novelista, cuentista y poeta que se hizo célebre mundialmente por libros para niños tan famosos como Las brujas, Charlie y la fábrica de chocolate, o Matilda. Para los que aún no lo sepan: el sello Puffin Books, de la editorial Penguin Random House, con la colaboración de la empresa Inclusive Minds, decidió hacer cambios en los libros de Dahl allí donde consideran que el lenguaje puede ser ofensivo para lectores sensibles.
Las sugerencias son hechas por los que la empresa llama “embajadores de la inclusión”, jóvenes que han tenido experiencias negativas de discriminación o que han sido humillados en razón de su raza, su físico, su inclinación sexual, y que por tanto podrían detectar elementos ofensivos en las páginas de Dahl. La propuesta incluye cambiar términos como “feo”, “gorda” y “flácida”, o llamar a los Oompa Loompas “personas pequeñas” en vez de “hombres pequeños”, a fin de adjudicarles un género indefinido. E incluso en Matilda se han reemplazado referencias literarias de autores consagrados como Joseph Conrad, muy probablemente porque desde que en los años setenta un novelista nigeriano, Chinua Achebe, escribió un ensayo diciendo que El corazón de las tinieblas estereotipaba “de forma degradante” a los africanos, no cesan los que cada tanto alzan la voz para acusarlo de racista.
El escándalo no se hizo esperar, y con razón, por lo que supone como precedente y lo que revela sobre una época en la que la intransigencia y los radicalismos están haciendo estragos en nombre de los posibles ofendidos. Lo cual no quiere decir que el caso de Dahl sea único en los tiempos recientes: en 2018 el distrito escolar de Duluth, Minnesota, con el apoyo de la Asociación Nacional para el Avance de la Gente de Color, retiró de su pénsum dos clásicos de la literatura norteamericana, Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain, y Matar un ruiseñor, de Harper Lee, por contener “críticas raciales” que podían hacer que algunos estudiantes “se sintieran humillados o marginados”. Y HBO, presionada por el movimiento Black Lives Matter descatalogó por racista Lo que el viento se llevó, aunque ahora ha vuelto con unos avisos de “advertencia”.
Si uno espulga en internet, se va a encontrar con que esta fiebre de buscar en todo incorrecciones políticas produce toda clase de esperpentos. Leo en una revista bastante cursi dedicada a la crianza del bebé que “una madre propone eliminar el cuento de La Bella Durmiente por considerar que incluye un mensaje sexual inapropiado para los niños”, pues el príncipe le da un beso sin su consentimiento. Como bien dice Coetzee en su libro Contra la censura, proteger a los niños de los descubrimientos que puede hacer su curiosidad sexual hará que infieran “que no se los respeta como agentes morales”. Y la pregunta que nos hace a continuación es clave: “¿Qué sensibilidad estamos protegiendo, la suya o la nuestra?”.
Desde Cervantes, la literatura moderna lo que ha hecho es presentar dilemas éticos, existenciales, filosóficos, sin dar juicios morales ni aleccionar a sus lectores
Aunque Puffin Books decidió ahora publicar los libros en dos versiones, la original y la modificada, una solución salomónica bastante idiota, toneladas de tinta han corrido a propósito del tema del revisionismo literario. Entre las protestas por la reescritura políticamente correcta de los libros de Roald Dahl está la de Roy Marcos Berocay, compositor y músico uruguayo que es también escritor para niños, y que declaró para La Diaria Libros: “Es verdad que el mundo cambió. Pero no se puede adaptar el pasado a cada cambio, a cada época. Hay que respetar la historia, las obras, los artistas, no vestir a la Maja ni ponerle pañales al David (ya se hizo acá en broma). Si seguimos así, vamos a crear generaciones de seres habitantes de una aséptica burbuja en la que no pasa nada: nadie se pelea, nadie levanta la voz, nadie insulta. Pero el problema es esa cosa ahí afuera llamada realidad. La testaruda realidad que se cuela por todos lados y con la que todos se van a estrellar tarde o temprano al crecer”. Rosa Montero, por su parte, con su proverbial gracia y desparpajo escribió en Twitter que la reescritura de los libros de Dahl es “demencial”, y añadió: “Los imbéciles abundan. Me voy a poner estupenda y, tras su ejemplo, voy a exigir que reescriban todas las obras machistas. Van a quedar pocas intactas”. Y el escritor Salman Rushdie, que conoce como nadie los riesgos de desafiar el fundamentalismo, dijo: “Roald Dahl no era ningún ángel, pero esto es una censura absurda”.
¿Por qué no era Roald Dahl “ningún ángel”? No hace mucho, en 2020, la familia de Dahl pidió disculpas públicas por declaraciones antisemitas que el escritor dio en varias ocasiones. En 1983, por ejemplo, en una entrevista para The New Statesman, habló de la animosidad que despiertan los judíos, y remató con esta perla: “Hasta un canalla como Hitler no los acosó sin razón”. Lamentable, sí. Mucho. Pero, infortunadamente, si juzgáramos a los autores por sus vidas o por sus prejuicios, odios, creencias e ideas, tendríamos que prescindir de muchas de las grandes obras de la literatura. H. P. Lovecraft, el excéntrico escritor de cuentos de terror, se declaraba racista. A Céline lo odiaron por antisemita. Y misóginos han sido cientos. Y sin embargo han escrito obras memorables, capaces de reflejar, precisamente, las eternas contradicciones humanas.
Matar un ruiseñor, el clásico de Harper Lee, fue retirado de programas escolares en EE.UU. Foto:Getty Images
Y es que la moral en la literatura no funciona de la misma manera que en la vida. Desde Cervantes, la literatura moderna lo que ha hecho es presentar dilemas éticos, existenciales, filosóficos, sin dar juicios morales ni aleccionar a sus lectores. Estos son los llamados a interpretar los textos y sacar conclusiones. Lo dice bien Milan Kundera en El arte de la novela cuando se queja de que algunas personas quieran encontrar en la novela “no un interrogante, sino una posición moral”. “La novela que no descubre una parte hasta entonces desconocida de la existencia, es inmoral. El conocimiento es la única moral de la novela”, escribió. Por eso no juzgamos a los personajes con los mismos parámetros con los que juzgaríamos a nuestros vecinos. Ni a Don Quijote sólo como un viejo ridículo que ha perdido el seso, ni a Madame Bovary como una casquivana frívola, ni a Raskolnikov como un psicópata. Pero otra cosa piensan los ofendidos permanentes que no discuten sino que regañan, insultan, vetan, cancelan.
Dicen que de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno. La cultura de la cancelación es consecuencia funesta de la tergiversación de un concepto, el de lo políticamente correcto o corrección política, cuyo origen puede rastrearse desde principios del veinte, pero que se generalizó en los círculos de izquierda de la academia norteamericana en los años setenta para referirse a la política destinada a no ofender, con un lenguaje que presupone prejuicios y discriminaciones, a grupos victimizados históricamente. Lo que proponía lo políticamente correcto, tal y como estuvo concebido en su origen, sería utilizar “homosexual” en vez de “maricón” o desterrar del lenguaje términos como nigger o nigga (en inglés), usados de forma peyorativa por personas racistas para hablar de los afroamericanos. Hasta ahí, todo bien. Es más, maravilloso. Se trataba de un “activismo léxico” bienintencionado, que nació en el seno de fuerzas progresistas, pero que muy pronto, al correr las líneas rojas, derivó en una camisa de fuerza moralizadora que ha sido comparada, por totalitaria y asfixiante, con el macartismo norteamericano de los años cincuenta.
¿Ser lector no significa entender los libros en su contexto y sin embargo disfrutar todo lo que siempre hay de actual en la buena literatura?
Así pues, con el fin de cuidar la sensibilidad de algunos, lo políticamente correcto ha llegado a extremos que lindan con la violencia, pues quienes incurren en alguna incorrección de lenguaje corren el riesgo de ser lapidados en público o cancelados, o con el ridículo (en Chile, para no parecer racistas, una empresa cambió el nombre de las galletas “La negrita” por “Chokita”; y hoy no está bien visto decir “universal” porque según algunos ha tenido un uso hegemónico). Cuando Roy Marcos Berocay dice que “no se puede adaptar el pasado a cada cambio” toca un punto neurálgico. ¿Podemos juzgar los hechos de otras épocas con los sesgos, valores y creencias de hoy? ¿Ser lector no significa entender los libros en su contexto y sin embargo disfrutar todo lo que siempre hay de actual en la buena literatura? Desde la mirada ofendida de los indignados que quisieran borrar lo inconveniente o indeseable, ¿cómo leer Medea o Ricardo III –un jorobado contrahecho que además es perverso– o La bella y la bestia? ¿Dejaríamos de leer Otelo porque es un celoso compulsivo o porque Shakespeare está estigmatizando a los moros, nombre que se daba en su época a los africanos?
Por no considerar la importancia del contexto histórico, el revisionismo literario ha llegado a impugnar a escritores tan consagrados como Rudyard Kipling (uno de los nombres suprimidos en los libros de Dahl), autor de una de las más importantes obras de la literatura inglesa, El libro de la selva. A Kipling, cuyas obras modelaron a varias generaciones de niños en el mundo, le ha llegado la hora de la cancelación: como se lo acusa de ser “el escritor del Imperio”, y opuesto a los derechos humanos, su famosísimo poema If fue borrado en 2018 de uno de los muros de la Universidad de Mánchester y reemplazado por uno de Maya Angelou, una poeta y activista negra norteamericana.
El que ejerce la cultura de la cancelación se ve a sí mismo como un adalid de la comunidad, como un virtuoso que sí tiene claro qué debe decirse y qué no. Habla desde la superioridad moral, elude la argumentación y suele ser grandilocuente y autoritario. Y, a menudo, un tremendo narcisista: no sólo grita a los cuatro vientos lo ofendido que está, sino que quiere que fijen su mirada en él y le den muchos likes. Rosa María Rodríguez Magda, en una excelente columna en El País de Madrid, resume así el fenómeno de la cancelación: “Asistimos a una omnipotencia del deseo que borra a quien no demuestra la corrección requerida, y por otro lado, a una manipulación de la culpa. Nunca podremos estar a la altura de quien pertenece a un colectivo oprimido –o intenta mostrarse como tal–; su herencia de humillación hace que cualquier palabra pueda reabrir la herida, no cabe hablar, razonar, sino solidarizarse con su opresión, hacernos perdonar al grupo de los opresores”.
Lo que el viento se llevó alcanzó a ser retirada del catálogo de HBO. Fue reincorporada con el aviso de que la obra “niega los horrores de la esclavitud”. Foto:Archivo EL TIEMPO
El humor, por supuesto, es uno de los grandes damnificados de esta cruzada, y los que llevan el estandarte de la corrección política lo escudriñarán con el ceño fruncido. Si bien hay que celebrar que lo políticamente correcto ha logrado desacreditar en buena parte los chistes misóginos y racistas que eran celebrados sin reparo hasta hace muy poco, y los que se hacen a costa de minusvalía o defectos físicos, también es cierto que su militancia autoritaria atenta contra todo lo que le es inherente al humor mismo, como su afán de caricaturizar, su irreverencia y su dosis de perversidad. Este moralismo que trata de moldear el discurso público puede relacionarse con la revaloración de las emociones tanto en los terrenos del saber como en la vida íntima. “Se trata (…) de una auténtica moda intelectual –escribe el profesor de Ciencias Políticas Manuel Arias Maldonado–: se mire donde se mire, allí aparece una nueva consideración de los afectos como fuerzas que condicionan nuestra cognición y nuestro comportamiento”. Si bien en algunos aspectos esta recuperación del derecho a expresar las emociones resulta una conquista social, en otros es causante de “la sentimentalización digital” que ha hecho de las redes no sólo un campo de batalla donde predominan el insulto, la calumnia y la cancelación, sino un territorio de “buenismo” que abandera toda clase de causas, hasta las más descabelladas.
Ciertos animalistas emocionales pero sin formación rigurosa, por ejemplo, entroncados en los nichos de poder, adelantan campañas políticas para prohibir la pesca de todo tipo de peces porque son “seres sintientes”, sin pensar en los desequilibrios ecológicos que esto puede ocasionar, o por dejar en libertad a los animales en cautiverio sin tener en cuenta, como han alertado los biólogos, que no sobrevivirían a las nuevas condiciones ambientales.
El escritor existe para hurgar en los males de la sociedad, para decir lo indecible, para incitar a la reflexión a través de la ironía
Lo políticamente correcto maneja dos presupuestos: que el lenguaje puede modificar los comportamientos sociales –algo parcialmente cierto– y que cambiar el lenguaje implica cambiar la realidad, algo bastante ingenuo. Poco a poco se han venido reemplazando términos que poseen gran fuerza expresiva por otros que “dulcifican” los hechos. Ya no se dice “viejo”, sino “persona de la tercera edad” o, como decía absurdamente el Gobierno colombiano durante la pandemia, “abuelitos”. Tampoco se dice “enano”, sino “persona de baja estatura”. Y “pobres” es ahora “personas sin recursos”. Ejemplos de esa corrección política los vemos también en fuerzas que no son de izquierda. En la jerga militar colombiana, por ejemplo, desde hace poco se dice, a propósito de acciones contra la delincuencia, “neutralizar”, en vez de matar. Y no podemos olvidar el más cruel de los eufemismos, “falsos positivos”. Por ese camino de maquillaje de la realidad hemos llegado, pues, a borrar de los libros de Roald Dahl palabras como “gorda”, “feo” o “pequeño”, usadas para describir y no para insultar.
Ahora bien: la corrección política no sólo veta el léxico incómodo o supuestamente ofensivo. Antonie Browne señala que “... tiene un fuerte control sobre el debate público, decide qué se puede debatir, cuáles son los términos del debate...”. En fin, se da el lujo de atacar la libertad de expresión cuando considera que hay opiniones que van en contra de lo políticamente correcto. Una posibilidad, entonces, es que el escrutinio público permanente sobre posibles incorrecciones políticas pueda llevar fácilmente a la autocensura. Un estudio reciente reveló, por ejemplo, que el 62 por ciento de los estadounidenses temen expresarse libremente, por miedo a represalias. También está probado que la distancia entre lo que se dice en privado y se dice en público es cada vez mayor. Lo peor que podría pasarnos es que, amilanados como vivimos por los jueces de la moral y la justicia social, los escritores perdiéramos independencia y no incomodáramos a los lectores, como es nuestro deber. “Bajo la censura no florece la literatura”, escribe Coetzee.
El escritor existe para hurgar en los males de la sociedad, para decir lo indecible, para incitar a la reflexión a través de la ironía, la provocación, la hipérbole, la verdad desnuda, la sátira, el lenguaje simbólico. En suma, para usar la imaginación, con todas sus desmesuras, como vía de conocimiento. Fue lo que hizo siempre Roald Dahl, un escritor que cuestiona en sus libros los métodos anacrónicos de educar desde el autoritarismo y el castigo, que despierta en los niños la empatía por los débiles, que los hace reír con esas bromas escatológicas que tanto les gustan, y que básicamente juega con la imaginación infantil, esa que no tiene límites y que sabe aceptar lo absurdo o lo fantástico y entender sus sentidos últimos. Con las enmiendas políticamente correctas de unos editores complacientes, además de irrespetar la memoria de Roald Dahl, que al fin y al cabo vive para siempre, se insulta a la infancia, que ahora, más que nunca, es capaz de tener criterios éticos desde muy temprano, y de distinguir el bien del mal y la inteligencia de la bobería.