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La familia real y literaria de Siri Hustvedt
'Madres, padres y demás' es el nuevo libro de ensayos de la escritora estadounidense. Fragmento.
En su nuevo libro, Siri Hustvedt reflexiona sobre temas como las relaciones familiares y la maternidad. Foto: Getty Images
"(...) Yo tenía treinta y dos años cuando nació mi hija Sophie, exactamente los mismos que tenía mi madre cuando nací yo. Durante los primeros meses de su vida tuve la profunda sensación de estar inundada de fluidos, los de ella y los míos. Me sentía como si hubiera expulsado de mi cuerpo una especie de apéndice móvil. Se la podía pasar a mi marido, a mi madre, a mis hermanas, a su niñera y a otras personas, pero acababa volviendo a mi cuerpo, aunque ya no estuviera dentro de él. Para mí hubo más disfrute que dolor durante esos cortos y largos primeros meses de su vida. A diferencia de mi madre, tuve ayuda, pero era agotador, y a veces abrumador, tratar de calmarla. Sophie no tenía un carácter tranquilo. Se retorcía, daba patadas y berreaba. Apenas dormía. Mi marido y yo la acunábamos y mecíamos en nuestros brazos y en su cochecito. Incluso cuando no la tenía en brazos, me sorprendía a mí misma dando brincos arriba y abajo como si me hubiera convertido en un juguete de cuerda sin cerebro.
Y, sin embargo, me encantaba acariciarle la cabeza calva, mirarle su carita enigmática y observar cómo me miraba y fruncía la boca con pequeños movimientos de succión involuntarios. Me encantaba la perfección y el tono dorado de su piel, sus uñas diminutas y blandas, y sus extremidades que se sacudían indisciplinadas. Me encantaba su cuerpecito acurrucado contra el mío cuando la amamantaba, la leche espumosa que se escapaba de las comisuras de su boca mientras gruñía y chupaba, un animalillo glotón cuya absoluta falta de inhibición resultaba cómica. Me encantaba sentir la presión de su pequeño puño alrededor de mi dedo. Me encantaba su olor. Me enamoré de ella. Ahora tiene treinta y dos años, y sigo enamorada de ella.
La maternidad se ha ahogado y se ahoga en tantas barbaridades sentimentales con tantas reglas punitivas sobre cómo actuar y qué sentir que sigue siendo una camisa de fuerza cultural
A los pocos días de que Sophie naciera, mi madre se sentó en el borde de la cama en el apartamento de Brooklyn donde vivíamos en ese momento, y me dijo con un tono algo sorprendido: “Parece que siempre hayas tenido un bebé en los brazos”. Sophie fue mi bebé después de la tesis. Me quedé embarazada al poco de defender mi doctorado en Literatura Inglesa en Columbia. Mi experiencia con mi hija es personal, no pretende representar la maternidad universal. Ese es el quid de la cuestión. La maternidad se ha ahogado y se ahoga en tantas barbaridades sentimentales con tantas reglas punitivas sobre cómo actuar y qué sentir que sigue siendo una camisa de fuerza cultural incluso hoy. Es una metáfora muy meditada. La camisa de fuerza que se utiliza para contener a los pacientes psiquiátricos representa de forma adecuada lo que Rich (Adrienne) quiso decir con mantener a las mujeres bajo el control institucional masculino. Cuando lo materno se convierte en un concepto estático, una fantasía sobre la crianza sacrificada y sin límites, sirve como arma moral para castigar a las madres que se perciben como indómitas. Y dado que la institución no es un edificio ni un reglamento, sino una forma de ser que participa de la vida colectiva misma, también es un arma que golpea a las madres por dentro en forma de vergüenza o culpa.
Cuando Sophie no tenía ni dos años hicimos un viaje en familia. No recuerdo desde qué aeropuerto salíamos ni adónde nos dirigíamos. Sé que estaba agobiada y cansada, y que bajaba por una escalera mecánica con mi hija en su sillita y rodeada de bultos voluminosos. Mi marido estaba un poco atrás. De repente, Sophie se tambaleó hacia delante y en un segundo aterrador vi que no estaba abrochada. La agarré y tiré de ella hacia atrás, y se evitó el desastre. Un hombre de negocios que se deslizaba por mi lado con un pequeño maletín rectangular fue testigo del percance y me lanzó una mirada que nunca he olvidado. Era una mirada de asco, y la vergüenza que sentí fue tan grande que hasta ahora nunca lo había contado. En sus ojos me vi a mí misma: un monstruo de negligencia, la mala madre.
El libro es publicado por el sello Seix Barral. 410 páginas. Foto:Archivo particular
Me ha costado años comprender que el hombre de la escalera mecánica era una encarnación de los violentos sentimientos morales de la cultura que van dirigidos a las madres. No hizo ningún ademán para impedir la posible caída de mi hija. No se identificó con mi pánico ni con mi alivio posterior. Era la imagen del juicio puro y duro. Si la persona de la escalera mecánica no hubiera sido yo sino mi marido, estoy segura de que su mirada habría expresado otro mensaje: pobrecillo, ¿dónde estará su mujer? Aunque hace tiempo que las feministas se han rebelado contra la ideología restrictiva de la maternidad, el juez indignado no es una figura del ayer. Después de que Rachel Cusk publicara A Life’s Work (2001), en el que explicaba el shock, la alienación y la pérdida de su sentido de identidad que experimentó mientras cuidaba a su hija, fue vilipendiada por los críticos, muchos de ellos mujeres, que la describieron como una “pelmaza obsesionada consigo misma” y narcisista. Su anhelo de escribir y las barreras que creó la maternidad entre su trabajo y ella suscitaron, más que reproches suaves, oprobio.
Recuerdo con total claridad que en un club de lectura al que me había invitado un profesor universitario para que hablara de mi novela El mundo deslumbrante, escuché a una mujer despotricar no contra mí, sino contra Harriet Burden, uno de mis personajes. Como autora del libro, había esperado erróneamente un trato cortés. Pero el personaje de Harriet, la artista agresiva, ambiciosa y amargada, había ofendido tanto a una de las asistentes que se volvió hacia mí con furia mal disimulada. Harriet era muy afortunada, dijo. Debería haberse contentado con su vida regalada, forrada de dinero y criando a sus hijos. Más tarde me pregunté qué deseos había reprimido esa mujer en nombre de la maternidad.
Hasta que Sophie tuvo seis años, mi marido, Paul Auster, que también es escritor, pasaba muchas horas al día en un estudio mientras yo me veía relegada a un escritorio de la sala de estar de nuestro pequeño piso. Luego nos mudamos a una casa y conseguí una habitación propia. Aun con un estudio para mí sola, las necesidades de mi hija a menudo ahogaban las mías. Tuve periodos de agotamiento, confusión y enfado por lo difícil que era trabajar, pero no me sentí desesperada ni deprimida. ¿Por qué? Si hubiera creído que la lactancia y la primera infancia de mi hija eran permanentes, imagino que me habría vuelto loca. A menudo he pensado en las enormes dificultades que deben afrontar las personas que tienen hijos que, por una razón u otra, no pueden salir de casa y siguen siendo dependientes para siempre.
Es ridículo pretender que en las relaciones entre padres e hijos no hay sentimientos ambivalentes, que es posible no dirigir amor y odio a la misma personita
Mi madre adoraba a su madre, Tobine, que murió a los ochenta y nueve años. Mi mormor –el término noruego para referirse a la abuela materna– era una mujer afable, inteligente y profundamente afectuosa. La tranquilidad y la felicidad que Ester experimentaba en compañía de Tobine eran palpables. Me encantaba verlas juntas. En los últimos dos años de su vida, cuando su memoria fue de mal en peor, mi madre a veces me decía: “Hvor er Mamma?”. ¿Dónde está mamá? Yo le decía que mormor estaba muerta, y ella parecía sorprenderse al oírlo, asentía con tristeza y se reorientaba hacia esa verdad. Los patrones a menudo se repiten entre generaciones. El 21 de marzo de 2008, siete años después de la cruel y estúpida respuesta que recibió su libro, Cusk publicó un artículo en 'The Guardian'. “Tengo una mala relación con mi madre –escribió–, y con la maternidad me sumergí de lleno en la infelicidad y la confusión de la niñez”. Esta idea no se desarrolla en el libro. Sospecho que llegó más tarde.
Si llevamos en nosotros mismos la alegría y el dolor de los cuidados que recibimos en nuestra primera infancia, el nacimiento de un niño puede desatar esos sentimientos, pero es mucho más difícil descubrir por qué los tenemos. Como le gustaba decir a mi madre, “la gente no puede evitar sentir lo que siente”. Por otro lado, las acciones están sujetas a la inhibición. Es ridículo pretender que en las relaciones entre padres e hijos no hay sentimientos ambivalentes, que es posible no dirigir amor y odio a la misma personita. A los padres se les permite tener celos de los bebés o lamentarse días antes de que llegue la paternidad. A menudo se les ha representado como cómicas criaturas desafortunadas que merecen compasión universal. Rara vez se concede tanta tolerancia a las madres, a quienes se castiga por lo que sienten o dejan de sentir.
Una de las grandes ironías culturales es la idea de que la intimidad entre madre e hijo es automática, que está asegurada por la sangre o los genes, y que la madre se limita a seguir sus instintos naturales. Es irónico porque esta noción es ya de por sí una distorsión de la realidad humana. Somos animales intensamente sociales y nuestros convenios sociales varían una enormidad de un lugar a otro, de una época a otra, pero también de una familia a otra y de una persona a otra, y esta flexibilidad social define a nuestra especie de lento desarrollo. Mi madre me contó la historia de una tía suya, una mujer tan rígida y tiesa que sus hijos pasaban corriendo por su lado y se tiraban a los brazos del ama de llaves a quien llamaban Dudda. Dudda les daba abrazos y besos a los primos, los acariciaba y jugaba con ellos. Fue Dudda quien hizo de madre en esa casa. Al parecer el arreglo le iba bien a mi tía abuela, quien, según mi madre, no tenía celos de la querida Dudda.
Los hábitos sociales aprendidos pasan a ser parte de los ritmos establecidos de nuestra vida, que son sociológicos, psicológicos y biológicos a la vez. Es inútil separar la naturaleza (nature) de la crianza (nurture). Incluso al nivel de la biología molecular, sabemos que la supresión y la expresión de los genes pueden depender de lo que sucede en la vida del animal. Los shocks múltiples, por ejemplo, pueden impedir la expresión génica, pero este en efecto también puede revertirse o borrarse. Los seres humanos son criaturas dinámicas, no estáticas. Nada lo ilustra mejor que una vida longeva.
Mi madre fue niña, adolescente y adulta antes de tener a sus hijas y, una vez que estas se fueron de casa, tuvo una vida propia que se prolongó durante muchos años. Tenía ochenta años cuando murió mi padre y vivió otros dieciséis. Viajaba mucho, pasaba casi todos los veranos en Noruega, hizo amistades íntimas, seguía de cerca la política estadounidense, tenía fuertes opiniones de izquierdas, leía mucho y daba sus largos paseos diarios. A los noventa años, después de varias enfermedades, se convirtió de golpe en una anciana frágil. Los recuerdos recientes empezaron a desvanecerse. En sus últimos años, cuando la visitaba en primavera, la llevaba en silla de ruedas al jardín de la residencia asistida donde vivía. Hablábamos de lo que veíamos: los brotes que se abrían, los sutiles tonos de verde que nos rodeaban. Examinábamos las piñas, irábamos las mariposas y las mariquitas. Siempre que había una pausa en nuestra conversación, mi madre levantaba el rostro hacia el sol, cerraba los ojos y sonreía (…).
SIRI HUSTVEDT
Del libro Madres, padres y demás.
Editorial Seix Barral.
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