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Paul Auster por Ricardo Silva Romero: una radiografía literaria del autor de La trilogía de Nueva York
Paul Auster dejó un legado imperdible: La trilogía de Nueva York, 4 3 2 1, Mr. Vértigo o Leviatán.
El escritor estadounidense Paul Auster posa en el jardín de su casa del barrio de Brooklyn en la ciudad de Nueva York. Auster falleció el 30 de abril de este año. Foto: EFE

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Paul Auster es el oráculo. Hace treinta años nomás, el profesor Argüello, que prescribía libros a mansalva, me puso a mí a leer una novela trenzada que se llamaba y que se llama Leviatán. Sí era perfecta para mí: asombro tras asombro tras asombro. Y su lectura vertiginosa me convirtió en un coleccionista, como tantos nostálgicos, a la búsqueda desvergonzada e incesante de todo lo que hubiera escrito semejante maestro de semejante oficio.
Muchas de sus obras tienen un escenario en común: Nueva York Foto:Getty Images
Reconstruir el camino de Paul Auster de 1947 a 1997 –o sea, su descubrimiento de un azar que suena a sino, su extrañeza ante el misterio de su padre, su pulso con el judaísmo, su amor de infancia por el béisbol, su tendencia a responderle con la ficción a un mundo en guerra, su alma atada a las ciudades de Nueva York, su vaivén de Estados Unidos a Francia, sus cuadernos de relatos de milagros, sus malabares para vivir de la escritura, sus influencias, sus intimidades, sus traducciones, sus reseñas, sus poemas enigmáticos como puños cerrados, sus obras de teatro con un pie en el absurdo, sus esposas tan brillantes, sus ensayos sobre la narración, sus diarios, sus novelas sobre la identidad, sus guiones y sus películas– fue para mí recobrar la convicción de que la literatura era un juego, un encuentro entre iguales, una forma de la compasión, una tradición de la ruptura, una vida detrás de la ventana, y una forma de sujetar la mente y de digerir esta experiencia que parece un cine rotativo, pero también una rutina como todas: un trabajo manual y un trabajo de oficina.
Leviatán, de Paul Auster Foto:Archivo Particular
A salto de mata, de 1997 también, subtitulado “una crónica de los fracasos tempranos”, deja en claro el asunto desde sus primeras páginas: “Mi única ambición había sido escribir”, “la posibilidad de ser pobre no me asustaba”, “mi problema era que no tenía ningún interés en vivir una doble vida”, va recordando Paul Auster, pero pronto se lanza, con el orgullo de quien entiende que ganarse la vida no es cuestión de hombres menores, a un recuento de todos los trabajos que tuvo que hacer para comprarse el tiempo que requiere el oficio de la ficción: hizo trasteos, hizo juegos de mesa de béisbol, hizo novelas policiacas con la convicción de cualquier reportero judicial e hizo guiones dictados por una voz adentro de él –la voz de una señora con cara de mecenas– que le susurraba “recuerda que esta no es una obra de Shakespeare, sino una película: hazla lo más vulgar que puedas”.
La invención de la soledad, de 1982, cuenta el exigente momento de la vida en el que Paul Auster pudo encerrarse a ser Paul Auster: el momento en el que no solo pasó de ser un hijo a ser un padre, de ser un poeta a ser un narrador, sino que, luego de la inimaginable muerte de su padre, recibió la herencia que le permitió convertir la vocación en oficio, en rutina. En ‘Retrato de un hombre invisible’, la primera parte del libro, investiga la distancia de su papá con el mundo, y entiende que es un hombre anestesiado por una tragedia. En ‘El libro de la memoria’, el segundo volumen, va escribiendo un mural sobre la vida que empieza cuando se tiene a cargo una vida nueva. Y ahora que he releído el texto, veintiocho años después de la primera vez, me queda claro –porque Auster le lee Pinocho a su pequeño hijo Daniel, noche tras noche– que solo se es un niño de verdad cuando se consigue rescatar al propio padre del fondo del mar que es la muerte: solo se es una persona, es decir, solo se es un drama con principio, medio y fin, cuando uno le da la vida a su propio padre.
La escritora Siri Hustvedt fue la segunda esposa de Auster y su compañera incondicional hasta sus últimos días. Foto:© Marion Ettlinger
Tampoco lo ve morirse el pasado 30 de abril, dos años después de esa tragedia doble e insuperable, con la esperanza de irse “amorosamente”.
La trilogía de Nueva York, de Paul Auster Foto:Archivo Particular
También es recomendable consultarle cómo se vive la vida cada vez que uno siente que uno no es el que la está escribiendo: si no estoy entendiendo mal mi relectura de La invención de la soledad, que me ha puesto a pensar que los escritores magistrales lo son porque nos sirven para todo, la clave de vivir y de seguir viviendo es recordar –“amorosamente”– que ya se tiene la edad para ser el propio padre.
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