Lo primero que haces cuando oyes que echaron sopa sobre un cuadro de Van Gogh es indignarte. Es lo esperado, lo políticamente correcto. Luego te asientas y sopesas el asunto dentro de tus limitadas capacidades analíticas hasta convencerte de que tu verdad es la verdad absoluta. Esta es la mía.
El día que ocurrió el hecho salieron hordas a condenarlo, a pedir cárcel para las jóvenes responsables, e incluso se lamentaron por el pobre Van Gogh y su obra. Hay una canción de Bob Dylan con la que me identifico porque en alguna estrofa dice que nada es sagrado.
Y es duro porque en una civilización como la nuestra donde dejar un legado es tan importante, aceptar que absolutamente todo es prescindible, empezando por uno mismo, siguiendo por nuestros seres queridos y acabando por el propio Dylan, que es un cantante de puta madre, es ir a contracorriente, incluso del propio instinto de supervivencia. Las pirámides de Egipto y la selva amazónica, la torre Eiffel, la Muralla China y todos los dioses; nada importa y si dejan de existir no pasa nada. Y eso incluye a los seres humanos, incluido Van Gogh, que lleva sus buenos ciento treinta años muerto.
Sí, sus cuadros están en los museos más importantes del mundo y se han vendido hasta por setenta millones de dólares. ¿Y qué importa eso? Ser tan proteccionista con los bienes materiales me recuerda a aquellos que se lamentan por las paredes pintadas durante una protesta. Y no es que esté equiparando un muro cualquiera con una obra única e irrepetible, pero es que el mundo está atragantado de cosas únicas e irrepetibles que no están más con nosotros, y aun así sigue girando.
En el episodio del Van Gogh, buena parte del planeta se movilizó, demostrando que obras de ese calibre son de interés general. Aunque, a la larga, es mentira.
Y vean que a mí me gusta que se desafíe el orden establecido y se cuestionen las verdades únicas, pero es que no estoy tan convencido de que lo ocurrido en Londres haya sido un acto espontáneo de subversión. En un mundo enmarañado en el que cada vez es más difícil distinguir lo natural de lo ficticio, actos como los del viernes pasado levantan sospechas. Más que una manifestación de rebeldía, me pareció una maniobra orquestada, más mercadeo que otra cosa. Nada es lo que creemos y a veces nuestros padres no son nuestros padres.
Hubo algo de aburrimiento en el acto de las dos jóvenes de veinte años. ¿Han visto esos países europeos? Están tan bien que están en crisis. Es tan monótono todo, tan ordenado y tan gris, que dan ganas de salirse del molde como sea. Pasas por una población cualquiera y no ocurre nada de nada; parece más una locación de película que un pueblo, con calles vacías y casas donde no vive nadie. Por eso es tan fácil despertarse un día pensando que hay que hacer algo por la humanidad para, de paso, meterle algo de emoción a la vida.
Y también hubo mucho de complejo del salvador blanco en todo esto, gente que hace un show de cara a la tribuna supuestamente para visibilizar una problemática. Haces un acto político de carácter ecológico en un país desarrollado y te ganas los focos de la prensa para luego liberarte con una fianza; en Latinoamérica, yéndote bien, te amenazan de muerte y te quitan tu tierra, si es que tienes.
En El caso Thomas Crown, un detective que investiga el robo de un Monet dice que poco le importa el robo de un cuadro de cien millones de dólares que solo es importante para unos pocos millonarios malcriados. Claramente, en el episodio del Van Gogh, buena parte del planeta se movilizó, demostrando que obras de ese calibre son de interés general. Aunque, a la larga, es mentira. Las personas comunes y corrientes les seguimos el juego a los dueños del mundo solo para sentir que estamos en su misma liga, cosa que es falsa. Por eso, con todo el dolor del alma, al carajo Van Gogh, al carajo el sistema y todo lo que consideramos intocable. Nada es sagrado.
ADOLFO ZABLEH DURÁN