El pasado 1.° de mayo se estrenó en salas alternativas la ópera prima nacional de la cineasta y antropóloga cartagenera Mónica Taboada-Tapia, película de apertura del reciente Ficci. Georgina, llamada Jorge en su infancia, lucha desde hace medio siglo no solo por el reconocimiento de su identidad sexual, sino también por obtener una cédula de ciudadanía, que por muchos años le negó la registraduría municipal. Georgina Epiayú vive sola, entre los arenales de la Alta Guajira, fue rechazada por sus hermanos indígenas de sangre y sueña con reencontrárselos después de caminar a pleno sol muchos kilómetros. Distribuida por Cineplex Colombia, su productor es el barranquillero Beto Rosero.
Empiezo por decir que Alma del desierto (Colombia-Brasil, 2024) fue distinguida, en agosto pasado, con el Queer Lion del prestigioso festival veneciano en la sección independiente Giornate degli Autori (Jornadas de los Autores). Tres meses después, recibio dos importantes reconocimientos latinoamericanos desde La Habana: el Gran Prix del jurado documental y el Arrecife para la mejor obra de temática LGBTIQ+. Es, entonces, cuando el concepto de resiliencia trasciende en comunidades alternativas regionales e indígenas, más allá del conflicto armado como tal.
Siendo espectadores, nos acercamos al retrato de esta convencida y terca mujer, que a duras penas habla en su lengua nativa (wayuunaiki) y balbucea palabras en español. Estas son sus expresiones verbales: “Con falda, pantalón, manta o guayuco, soy la misma” “yo dejaré de ser así cuando muera” y… “sueño con un hombre que siempre se despierte a mi lado en el poco tiempo que me queda”. Desde la registraduría municipal de Uribia, el diagnóstico psiquiátrico espontáneo de una traductora: “está enferma por no tener sexo”. En fin, Georgina se sorprende al enterarse que hay más mujeres como ella en otras partes. Aceptar que alma (espíritu) es masculino, pero en plural es femenino, por cuanto se habla de las almas y no… de los almas (sic).
El inmenso desierto y el tornasolado mar de la Alta Guajira son coprotagonistas de la sensible historia bien contada de un alma arrinconada por los suyos y expuesta a heridas profundas en su humanidad. Además del seguimiento a una criatura vulnerable, cabe rescatar la vigencia del largometraje Nacimos el 31 de diciembre (2011), donde Priscila Padilla relata la tardía cedulación de una población segregada que, al ignorar el idioma castellano, fue sometida a cambios insólitos en sus nombres y apellidos, además de otorgárseles una misma fecha de nacimiento —algunos fueron apellidados Payaso, Borracho, Coito o Raspahielo-—.
Los sueños viajan con el viento (Inti Jacanamijoy Colombia, 2024). Documental de arte naturalista, onírico y etnográfico; poema filosófico y afectivo en imágenes para contemplar. Esta ópera prima, dirigida por el hijo del artista plástico Carlos Jacanamijoy, transcurre en la Alta Guajira, cerca de Nazareth, alrededor de los últimos años del abuelo materno wayú, quien sueña con morirse en su tierra y volver a ser enterrado algunos años después. Cosmogonía y onirismo netamente guajiro; oasis en el desierto con un ecosistema de quebradas, bosque enano de niebla y tierras cultivables del hogar ancestral de clanes y campesinos raizales de la serranía.
Se rememoran los orígenes de una etnia indígena que conserva sus tradiciones culturales y abre paso, entre sueños y vientos, a la ceremonia fúnebre del tránsito final de los espíritus libres. Poema en imágenes y lenguaje antinarrativo, que rueda de lo real a los sueños evocados por el abuelo nonagenario, nacido y arrancado del seno materno (la tierra) para emprender un viaje metafórico a través del tiempo. Una familia de la Alta Guajira, los Iguarán de Mestre –gente de arena, sol y viento–, en sus relaciones con mitos y sueños recurrentes de vida, muerte y regreso a la atemporalidad.
La eterna noche de las doce lunas (Priscila Padilla, 2013). En el calendario wayú de las comunidades guajiras colombo-venezolanas, un año tiene 365 soles y 12 lunas. Con la primera menstruación, las niñas deben permanecer inmóviles y mudas en un chinchorro para después ser encerradas dentro del bohío recién construido y aislarse de sus respectivas rancherías por un año. Allí son atendidas por su madre y abuela, aprenden a tejer y, poco a poco, valoran la responsabilidad de ser mujeres en una cultura ancestral que lucha por no extinguirse y conservar sus valores étnicos. Porque “nosotros los wayú somos hijos de la lluvia, que es lo masculino, y de la tierra, que es lo femenino”.
De los territorios guajiros, delimitados por tierras secas y arenosas, sujetos al más estricto matriarcado, nace la necesidad de retratar todo un sistema de análisis, donde “la mujer empieza a construirse y a pensarse como tal”. En el seguimiento de
la historia de una niña indígena de Maicao, el espectador asiste a una sucesión de jornadas calurosas en un arduo proceso de aprendizaje, cuando Filia Rosa abandona la risa y los juegos infantiles para explorar un empoderamiento femenino de respeto y dignidad. Porque ella misma servirá como ejemplo de actitud y perseverancia frente a sus compañeritas. /824
MAURICIO LAURENS - CINE AL OJO