Las universidades están desconectadas del país. En otras columnas he hablado de cómo las instituciones educativas deberían acoger las nuevas formas de aprendizaje horizontales que surgen de incluir temas digitales en las aulas; y, también, he mencionado la importancia de ir más allá de la formación en temas técnicos y procurar el desarrollo de competencias para la vida como la adaptabilidad o la inteligencia emocional. Sin embargo, en esta oportunidad me gustaría hablar de una desconexión específica con el contexto colombiano.
Como muchas de las malas noticias, la deserción en la educación superior se nos volvió paisaje. Este fenómeno que está sucediendo a escala mundial promete de alguna forma entregarnos jóvenes menos formados formalmente, pero mucho más prácticos para labores específicas. Muchas universidades, frente a este panorama, han decidido ampliar su oferta de cursos libres, lo que para el mundo laboral es muy provechoso pues permite más agilismo, pero esto sacrifica de paso lo que para algunos jefes se ha vuelto un dolor de cabeza: el desarrollo de pensamiento crítico y social. Las universidades se han vuelto mercados de títulos que dejan de lado la pregunta de para qué forman profesionales.
Por otro lado, los jóvenes deseamos estudiar en una universidad reconocida que nos permita conseguir un trabajo que nos llene de prestigio o nos permita postularnos a becas en el exterior. Buscamos de forma ansiosa como generación un reconocimiento individual en cada una de nuestras acciones, desde un ‘post’ en IG hasta la elección de una carrera. Las universidades saben esto y venden los programas con ese enfoque individualista, pero no existe ninguna que promueva la educación como un medio para aportar a la sociedad. Lo que termina por hacer eco a este mundo que no le interesa pensarse, reflexionar ni trabajar por los otros.
Los ‘rankings’ exigen que los profesionales estén en el mercado laboral, que se destaquen en alguna que otra prueba y, con base en eso, otorgan certificados de calidad que solo sirven para cobrar más alta matrículas impagables. ¿Dónde cabe una medición del impacto de dicha formación en la sociedad? El problema, a mi parecer, no está únicamente en que las empresas no quieren oír lo que tenemos por aportar los jóvenes ni tampoco recae en nuestro carácter terriblemente individualista, sino en que la educación es cada vez más un mercado que le hace el favor al mundo laboral, pero que se desconecta de ser un centro de formación, aporte y pensamiento crítico para la sociedad que habitamos.
La desconexión con el contexto empieza con el valor de las matrículas de universidades privadas, con la falta de cupos e inversión en las públicas, pero no acaba ahí. Las instituciones de educación superior deben hacer un alto en el camino para no caer en la inercia del mercado y volverse un lugar para enfrentar los retos del futuro, transformar los conceptos de bienestar de la sociedad y promover el desarrollo de todo el país.
El Ministerio de Educación, ahora que se piensa una reforma de la Ley 30, debería obligar a las universidades y a los jóvenes que desean formarse a romper con la dinámica individualista y exigir a los futuros profesionales una retribución social significativa, que a su vez brinde a los jóvenes experiencia práctica de los conocimientos que han adquirido. Así como a los futuros médicos los obligan a hacer el rural, considero que todos deberíamos estar volcados a promover el desarrollo de las regiones. ¿Para qué tantos profesionales que se dediquen a investigar solo con el fin de figurar en una revista extranjera cuando Colombia no ve la puesta en práctica de dichas investigaciones? ¿Qué están haciendo las instituciones para que los jóvenes se sientan más comprometidos con el escenario social que nos tocó vivir?
ALEJANDRO HIGUERA SOTOMAYOR