Muchas cosas dan miedo, especialmente una hoja en blanco. Para el estudiante, el periodista o el escritor repentino, un pedazo de papel virgen es el vacío aterrador, es el sinónimo de inactividad, de falta de creatividad, de procrastinación.
Por eso, además de placer, produce gran envidia leer textos de esos autores que nos hacen bailar bajo palabras entrometidas, rejuntadas perfectamente para contar una historia que no queremos terminar de leer y que, larga o corta, nos envuelve.
Dicen que la obra maestra de Marcel Proust tiene más de un millón doscientos mil palabras, también que Hemingway escribió una historia con solo seis. “For sale: baby shoes, never worn”. Qué poder tiene el relato cuando lo dice todo en muchos párrafos o en 140 caracteres. Es el superpoder de quienes, así lo dice Andrew Sean Greer en el imperdible ‘Less’, leen como vampiros y escriben como Frankenstein.
Se equivocaba Sócrates cuando afirmaba que los textos nunca podrían ocupar el lugar del diálogo; también ese otro filósofo, de quien no recuerdo el nombre, que decía que las verdades fundamentales no podrían ser capturadas por el lenguaje. Les faltó inmortalidad para conocer a García Márquez o a Dostoievski.
Hablemos de columnistas, minotauros mitad periodistas, mitad políticos que confunden entre la monstruosidad y humanidad de sus palabras. Verdaderos escritores como Caballero Calderón, Lleras Camargo, Gossaín, Constaín o Silva, que nos hacen ver zonzos, lentos, simples y monotemáticos a los escritores súbitos que no merecemos llamarnos escritores. ¡Qué insignificantes nos vemos al lado de los gigantes!
Escribir es una batalla contra el fantasma aburrido que tenemos anclado en el cerebro, es una búsqueda desesperada por Calíope, Clío, Talía y todas las diosas inspiradoras posibles. Es un proceso de organizar minuciosa y casi que esquizofrénicamente las palabras para entregar un mensaje que se podrá perder dentro de los miles de estímulos que el lector encuentra día a día.
Las columnas de opinión son una guía del estado de ánimo de la sociedad, son esas piezas vivas de archivos que, aunque siguen siendo quemadas por hordas enfurecidas e ideologizadas (ya no a 451 grados Fahrenheit sino con mensajes al unísono de bodegas digitales), continúan esparciendo ideas necesarias.
Este es mi texto cincuenta y ocho en EL TIEMPO, aunque estoy seguro de que hay uno más por ahí refundido, la octava del año (pobre producción). La última que recuerda como fue esa primera: una reacción emocionante y racional a una perorata injusta de Plinio Apuleyo Mendoza contra la economía del país.
Las columnas de opinión son cascajos de libros que nunca se escribirán, una pequeña extensión de la memoria, de la imaginación, como diría Borges (quien también escribió de minotauros); son pedazos de un algo que deben evaluarse no por la extensión o la temática sino por ese principio de utilidad benthamniano que mide el aumento o disminución de felicidad que traerán cada mañana. Es lo inefable de las columnas lo que nos hacen leer sus palabras repetidamente, lo que inspira ante la infernal hoja en blanco.
ALEJANDRO RIVEROS