El detonante fue una fotografía de un Halloween, que Gilmer Mesa tomó a un parche de su cuadra en el barrio Aranjuez. Era un niño disfrazado de Pitufo cuando fungió de fotógrafo. Veinticinco años después, al ver la imagen que el tiempo conservó como una amarga revelación, un alud de sentimientos lo inspiró a escribir su primera novela, La cuadra. En ese retrato de vecindad aparecían los muchachos que por horrores del destino terminarían muertos.
Es un relato estrepitoso sobre los orígenes de la violencia en Medellín, donde esos niños pobres serían cantoneros de la policía, portadores de fierros, un ambiente en el cual los héroes eran los bandidos de la cuadra. Los códigos de supervivencia se dislocaron: “No hay futuros holgados... donde llegar a viejos es una deshonra”, recuerda Gilmer de esta metafísica callejera.
Luego, por los rigores de la época, Reinaldo y Amado, más conocido como ‘Manicomio’, aquí nombrados como los Rizos, los convirtieron en el brazo sicarial del cartel de Medellín. Sobre este mapa de cruces, alegrías fugaces e insondables tristezas, construye Mesa esta novela, donde lo testimonial le da inusitada fuerza y el quehacer literario sostiene el andamio de las formas.
En nueve capítulos, conocemos a ‘Kokorico’, más perverso que Caín; el tierno y sórdido desenlace del ‘Calvo’ y el ‘Chicle’, dos fanáticos de la salsa, abrazados en la muerte por la ley implacable de la calle. El triángulo sangriento de ‘Mambo’, su madre, Magdalena, y su padrastro, Conrado. Un aparte feroz es el ‘revolión’, donde muchachas vírgenes son violadas por una manada narcotizada, una mezcla de machismo y sevicia, una afrenta contra la dignidad humana; algo paradójico, en un ambiente en el cual la madre es un símbolo de veneración religiosa...
El narrador es un testigo, inmerso en una marea furiosa, imposible de ignorar, pues hace parte del ADN de la cuadra que tomó dimensiones exorbitantes. Una medianoche “tres golpes hondos como fosas” tocaron a la puerta de su casa, anunciando la muerte de su hermanito Alquivar, un dolor que destrozó el alma. Este hecho “lo desganó del malevaje” y como dice el autor, la memoria le sirve para defender el pasado, porque es el suyo y el único que existe. Un texto valiente, un psicoanálisis de nuestra sociedad, donde “el delito ha sido patrocinado más por las gentes que se dicen de bien que por los mismos delincuentes, quienes solo son la cara visible del crimen”.
ALFONSO CARVAJAL