La ‘novela’ que describe el periodista Felipe Zuleta Lleras en su columna dominical en El Espectador, con algunos matices diferenciales, y a propósito de las aparentes sorpresas por la financiación de la última campaña presidencial y el papel del hijo del Presidente, parece repetirse en la historia política reciente del país:
Dineros de origen ilícito en campañas no solamente para la presidencia sino para Congreso, gobernaciones y alcaldías, sin que las autoridades electorales lo descubran a tiempo; plata en efectivo a borbotones; intrigas para la ubicación en puestos de privilegio en las listas electorales; contratistas que financian campañas políticas con la esperanza de recibir favores de los elegidos; gerentes de campaña que no se dan cuenta de cómo ingresan los aportes en especie y en dinero; el sofisma de que las cuentas presentadas al Consejo Electoral no registran aportes ilícitos, como si los actos ilegales se registraran en notarías; acusaciones a la justicia de persecuciones políticas aun con la evidencia de las pruebas; deslealtades, desconocimiento de los aliados de ayer cuando entran en desgracia; derroche de dinero cual nuevos ricos; deslices amorosos y hasta infidelidades...
Para comenzar, la figura del “hijo del Ejecutivo” viene de don José Manuel Marroquín –el despistado poeta que facilitó la pérdida de Panamá hace 120 años– y cuyo vástago, don Lorenzo, fue acusado no de intervenir en política, sino de hacer negocios a la sombra del débil presidente. La perversa pluma del panfletario Vargas Vila, para atacar a Marroquín, quien fungía como escritor, decía que aquel había hecho dos cosas en su vida: escribir un libro que casi no se vendía y engendrar un hijo que se vendía mucho... Años después, la feroz oposición conservadora contra López Pumarejo pretendió darle ese título a su hijo Alfonso.
En el pasado la violación de topes electorales era simplemente una infracción istrativa, ahora es un delito que desde luego debe probarse.
Dentro de lo que ha sido la costumbre colombiana, todos esos hechos –en muchos gobiernos– se minimizan o se ocultan con el argumento de que hay que salvar las instituciones. De vez en cuando hay “catalizadores” que permiten sacarlos a la luz pública.
Si Ernesto Samper y su canciller Rodrigo Pardo hubieran cedido a la presión del tesorero Medina para ser nombrado embajador, probablemente lo que se conoció como el proceso 8.000 –que en la gran mayoría de los casos se refería es a políticos, incluso con vigencia, que recibieron cheques del cartel de Cali– no hubiera alcanzado las dimensiones que tuvo.
Si a Daniel García Arizabaleta no se le hubiera anunciado que podría ir a la cárcel como chivo expiatorio, no sabríamos hoy de la financiación de la campaña de Óscar Iván Zuluaga por Odebrecht. El entonces popular “cura Hoyos”, alcalde de Barranquilla, dijo que los Rodríguez Orejuela le habían mostrado los cheques girados a políticos de todos los partidos –que pasaron de agache– para financiar sus campañas. Sin embargo, nunca quiso hablar y ya es tarde.
En este caso, aparentemente el detonante fue una infidelidad.
Otra vez se oye el argumento falaz de que si se sabe lo que pasó se caería el establecimiento. Vuelve a oírse la cantaleta de que hay que preservar las instituciones. ¿Cuáles instituciones están en riesgo? ¿Acaso la justicia, que está haciendo su trabajo con los instrumentos jurídicos vigentes, incluyendo el, a mi juicio, discutible principio de oportunidad?
Nadie sensato puede pedir, ni se está pidiendo, que le “recorten” el periodo al Presidente de la República, que se cierre el Congreso, que se viole el debido proceso, la presunción de inocencia, ni el principio de la responsabilidad penal individual. ¿Cuál es el susto?
La misma Constitución contempla, como ha ocurrido en el pasado, que se pueda hacer un juicio político al jefe del Estado y no necesariamente por la comisión de delitos. Tampoco nadie puede pedir que se recorte el periodo del Fiscal –aun cuando prematuramente se le haya abierto la sucesión– por las actuaciones de la entidad dentro del ámbito de su competencia.
La mejor manera de “defender” las instituciones es permitiendo que funcionen. En el pasado la violación de topes electorales era simplemente una infracción istrativa, ahora es un delito que desde luego debe probarse sin resquicios para la duda.
ALFONSO GÓMEZ MÉNDEZ