Mientras Mark Carney, primer ministro en Canadá, celebraba su victoria electoral, casi al mismo tiempo, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, festejaba los primeros cien días de su segunda istración.
¿Dos eventos desconectados, en dos países vecinos?
El día anterior, cuando los canadienses aún se dirigían a las urnas, Trump volvió a trinar el mensaje que en buena parte condicionó el resultado de aquellas elecciones: palabras más, palabras menos, que los canadienses votaran por la alternativa de convertirse en el estado 51 de Estados Unidos.
Los trinos de Trump con este mensaje pasarán a la historia electoral del mundo. Antes de ellos, las encuestas pronosticaban una amplia derrota del Partido Liberal de Carney frente a los conservadores con ventaja del 25 por ciento. Tras los mensajes de Trump se produjo una especie de ‘milagro’ político: el líder conservador, quien meses antes navegaba sin problemas hacia el poder, se quedó sin curul parlamentaria; su partido permanecerá en la oposición.
El triunfo de Carney adquiere así un simbolismo extraordinario, en dimensiones que van mucho más allá de sus fronteras, de resonancia internacional, y de profunda importancia para nuestro hemisferio.
Por supuesto que el impacto de dichas elecciones será ante todo local, de inmenso significado para los canadienses. En su discurso de victoria, Carney subrayó el interés vital de los resultados para la soberanía de su país, en juego frente a los trinos de Trump.
Era, claro, de esperarse. Carney no ahorró palabras para hacerlo explícito. “Estados Unidos quiere nuestra tierra, nuestros recursos, nuestra agua, nuestro país”, observó, antes de advertir: “Estas no son amenazas vanas. El presidente Trump intenta quebrarnos para que Estados Unidos pueda adueñarse de nosotros. Eso nunca, jamás sucederá”.
Fue inevitablemente un discurso lleno de patriotismo, en defensa de la misma existencia de Canadá, en el que Carney apeló a los valores de “humildad”, “ambición” y “unidad” para acometer la tarea difícil que le espera a su gobierno. Con grandeza de estadista, convocó a todos los partidos en defensa de la construcción de un futuro próspero, en democracia y libertad.
Parecería paradójico y hasta contradictorio que una figura como Carney, hasta hace poco identificada con la era de la “globalización”, fuese ahora un abanderado de la causa nacionalista que define a los populismos de todos los colores.
El triunfo de Carney adquiere así un simbolismo extraordinario, en dimensiones que van mucho más allá de sus fronteras, y de profunda importancia para nuestro hemisferio
Carney representa todo lo contrario. Como se observó en este mismo espacio, (28/03/25), su pasado tecnocrático, como gerente general de dos bancos centrales (los de Canadá e Inglaterra), lo coloca al lado de los “expertos” que los populistas desprecian. Ni tiene el perfil, ni maneja la retórica polarizante de los populistas, mucho menos esa “ideología ligera” de pueblo versus élite.
La posición de Carney se entiende mejor como respuesta a la crisis provocada por la guerra comercial desatada por Trump y su política internacional. Hay un toque de pragmatismo ante la “nueva realidad”: Trump ha abandonado a los viejos aliados de Estados Unidos y al sistema económico internacional que prevaleció desde la Segunda Guerra.
El patriotismo de Carney se explica más aún por las ambiciones expansionistas de Trump en Canadá. Ambiciones también pronunciadas sobre Groenlandia y Panamá. Importa insistir en que tales pronunciamientos son de particular interés a todo el hemisferio al que Canadá pertenece –lo obvio, con frecuencia, se olvida–.
La victoria de Carney, observa el ‘New Statesman’, “prueba que los avances del populismo no son inevitables”. Símbolo de esperanza en una atmósfera global atemorizada frente a la debacle.
EDUARDO POSADA CARBÓ