Llegamos al último día del año. Sobrevivimos a un calendario particularmente complicado: guerra en Europa, elecciones en Colombia, cambio de gobierno con rumbo desconocido, inflación alta y desconcierto generalizado. Por primera vez en mucho tiempo, el año nuevo no genera expectativas de mejora sino de aterrizaje a una situación de caída de la actividad productiva, mayor desempleo y, ojalá, inflación a la baja.
En 2022, Colombia sobresalió en América Latina y el mundo por su alto crecimiento económico. El consumo privado y la confianza se mantuvieron fuertes durante la mayor parte del año. En los últimos meses, sin embargo, se sintió la desaceleración. No podía ser de otra manera después de tres años con el gasto público disparado y déficit fiscales de 7,8, 7,1 y 5,5 % del PIB respectivamente. Fue, desde luego, el rebote del 2020, el año de la pandemia, cuando la economía cayó en picada debido al encierro mundial y local y las políticas, la fiscal y la monetaria, fueron expansionistas para mitigar los daños económicos y sociales.
El mayor costo de esta evolución fue la inflación, que excedió el rango-meta de la junta del Banco de la República. Era necesario subir las tasas de interés. Algo que también ocurrió en el resto del mundo, agravado por restricciones en la oferta, especialmente en la energía y el transporte marítimo. Los colombianos ya nos habíamos acostumbrado a la baja inflación y a las tasas bajas de interés, pero la perspectiva cambió radicalmente.
Un gobierno populista con plata, que dispara por todos lados, es muy peligroso. Esta es la hora en que no se sabe en qué se va a gastar el producido de la reforma tributaria.
Los primeros meses del nuevo Gobierno, erráticos en las comunicaciones presidenciales sobre la economía, en particular las de suspender la exploración en búsqueda de hidrocarburos y aquella de poner controles a la salida de los capitales, impulsaron otro factor inflacionario: la devaluación del peso, que encarece las importaciones en una economía que se volvió muy dependiente de las compras en el exterior. La otra pata del desajuste económico es el déficit de la balanza de pagos, que es muy abultado y toca financiar con flujos de capital extranjero. En las últimas semanas del año el peso se apreció, pero continuó siendo la moneda más devaluada en América Latina.
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El año que se inicia a las 12 de la noche será decisivo en la dirección que adopte el gobierno Petro hacia el futuro. Constituirá, de cierta manera, un punto de inflexión. Conoceremos las verdaderas intenciones del Presidente y sus colaboradores, hasta ahora enmascaradas en anuncios, excesos retóricos, proyectos faraónicos y debates oscuros.
Sabremos finalmente cuáles serán las reformas de las pensiones, de la salud y del trabajo, lo cual, probablemente, encenderá la discusión.
La aprobación de la reforma tributaria, una de las pocas realizaciones concretas del Gobierno, y un comportamiento extraordinario de los recaudos de impuestos como consecuencia del alto crecimiento de la actividad productiva le permitieron al ministro de Hacienda presentar a los analistas y a los periodistas, el pasado 22 de diciembre, un optimista plan financiero para 2023. Aumentará el gasto público, se reducirá el déficit fiscal a 3,8 % del PIB, caerá el indicador del endeudamiento público y se cumplirá la regla fiscal.
No quiero ser aguafiestas (muchos menos un 31 de diciembre), pero un gobierno populista con plata, que dispara por todos lados, es muy peligroso. Esta es la hora en que no se sabe en qué se va a gastar el producido de la reforma tributaria y no hay plan de desarrollo. Con un gobierno malo para ejecutar, el riesgo de otorgar subsidios a diestra y siniestra es muy alto, lo cual terminaría deteriorando las posibilidades de crecimiento y bienestar futuros.
2023 será el año en el cual el presidente Petro nos enseñará su verdadero rostro.
CARLOS CABALLERO ARGÁEZ