El problema de la desigualdad económica, que saltó a las primeras páginas de los medios de comunicación a raíz de las manifestaciones de protesta social a fines del año pasado, regresó con fuerza inusitada a la agenda pública por la crisis del coronavirus.
Si hace unos meses se explicaba la protesta como una manifestación de la desigualdad, ahora, en medio de la pandemia y de su tremendo impacto sobre el empleo y la pobreza, es más urgente que nunca ocuparse de su gravedad. Y enfrentarla con urgencia y contundencia. Con razón el titular de una crónica reciente en este periódico: ‘Ya no podremos seguir evadiendo el tema de la desigualdad’.
De ahí, también, el llamado que varios economistas y columnistas hemos hecho para avanzar en la vía de las reformas estructurales y de la implantación de una política social que tenga como meta prioritaria el logro de una sociedad igualitaria. Convertir la búsqueda de la igualdad en un propósito nacional, considerando que no es incompatible con la libertad. Esto puede lograrse en un entorno de intervención estatal, de combate a la corrupción y de operación de los mercados.
En buena hora la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes publicará en el segundo semestre del año un libro de Miguel Urrutia y Christian Robles que se titula 'Política social para la equidad en Colombia-Historia y experiencias', y concluye que “la política social sí tiene la capacidad para reducir la desigualdad en un país como Colombia”. Anotan, sin embargo, dos razones detrás de la falta de efectividad de la política social en el país: “Las limitaciones que impone el bajo recaudo de los impuestos y la poca progresividad de una gran parte del gasto público”.
Al contrario de lo que generalmente se cree, un planteamiento central del libro es que el nivel alto de impuestos no atenta contra el crecimiento económico. Afirmación que se sustenta en la experiencia de los países ricos a lo largo del siglo XX, que elevaron sustancialmente el recaudo de los impuestos sin afectar de manera negativa sus ritmos de crecimiento. Claro está que no solamente es importante la magnitud de los recaudos, sino la “composición” de estos, particularmente gravar a las personas naturales, la riqueza y la propiedad.
Estos impuestos tienen claros efectos redistributivos y en América Latina no han tenido mayor aceptación, por lo cual la tributación recae sobre los impuestos indirectos, de menor capacidad distributiva.
El otro aspecto fundamental de la política social es la orientación del gasto. La primera gráfica del libro dibuja el índice Gini –que mide la distribución de los ingresos en una economía– antes y después de impuestos y transferencias, para confirmar la triste realidad –bien conocida en Colombia– de que el gasto del Gobierno “no tiene un impacto perceptible sobre la distribución del ingreso de las personas”. Así las cosas, ni los impuestos ni el gasto público mejoran la igualdad económica en el país. Porque no atienden a la progresividad y se desvían por culpa de la corrupción.
La segunda parte del libro revisa la experiencia y el impacto de los programas gubernamentales puestos en marcha en los últimos casi 50 años, algunos de los cuales tuvieron impactos positivos sobre la desigualdad, pero fueron modificándose y desmontándose con el paso de los años. Lo que señala que programas bien diseñados, enfocados en la población más vulnerable y adoptados como política de Estado logran, efectivamente, mejorar las condiciones sociales de la población.
El diagnóstico es claro. Falta, eso sí, la voluntad política para cambiar el estado actual de cosas. La crisis del coronavirus abre la oportunidad para implantar ese cambio.
Carlos Caballero Argáez