Contra el autoritarismo

Frente al mafioso chantaje de Donald Trump para someter a la universidad más antigua del país, Harvard, esta ha dado muestra ejemplar de su claridad moral negándose a delegar su autonomía académica.

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Con el talante dictatorial que lo caracteriza, Trump le ha exigido a la universidad ceder el control sobre procesos claves como contrataciones, isiones y diseño curricular; dejar de reconocer organizaciones estudiantiles propalestinas; delatar a los estudiantes extranjeros involucrados en protestas; desmantelar sus programas de equidad, diversidad e inclusión y restringir la libertad de expresión en el campus.

Harvard ha respondido que las demandas del Gobierno son inaceptables porque representan una violación de la autonomía académica y de los derechos constitucionales.

Trump ha respondido congelando 2.300 millones de dólares en fondos a la universidad, amenazando con despojarla de su exención fiscal y retirarle la posibilidad de matricular estudiantes extranjeros. También ha exigido información sobre los vínculos de la universidad con el extranjero, sus estudiantes y su profesorado.

A diferencia de los pusilánimes dueños de las principales redes sociales, Musk, Zuckerberg y Bezos; de universidades como Columbia y de los atemorizados bufetes de famosos abogados, Harvard ha resistido la presión y explora las vías legales para desafiar las acciones de la istración.

La batalla legal para resolver el asunto apenas empieza, pero el rechazo de la universidad más poderosa de la nación al intento de sometimiento y censura del actual presidente me ha traído a la memoria momentos estelares de la historia en los que, a pesar de los riesgos, siempre ha habido un puñado de intelectuales enfrentados a los regímenes totalitarios.

En 1933, cuando las Juventudes Hitlerianas respaldadas por los paramilitares de las Tropas de Asalto nazis conocidas como Sturmabteilung convocaron la quema de libros considerados "no alemanes" en la Bebel Platz de Berlín, y en otras 20 universidades alemanas, escritores como Thomas y Heinrich Mann, periodistas como Kurt Tucholsky y Carl von Ossietzky y pintores como Oskar Kokoshka y Otto Dix dieron la voz de alarma y se opusieron públicamente a someterse a las arbitrariedades del nazismo.

En 1932, en el auditorio de la Universidad de Múnich, Thomas Mann defendió la tradición humanista alemana contra el fanatismo ideológico en su discurso 'Una apología de la cultura'. Mann fue inmediatamente repudiado por los nazis y los nacionalistas, quienes lo acusaron de antipatriota, pero su discurso quedó como ejemplo de claridad moral en tiempos turbulentos.

Una década después, cuando la Unión Soviética y Estados Unidos dividían el mundo en esferas de influencia, Hannah Arendt, Albert Camus y Raymond Aron nos advirtieron de los regímenes autoritarios profundamente corrosivos para la dignidad humana y la libertad política. En Animal Farm, George Orwell, un ferviente socialdemócrata, nos prevenía de los peligros de la propaganda controlada por el Estado y la pérdida de libertades personales del comunismo soviético, en otro audaz ejemplo de claridad moral.

Y en 2017, el historiador estadounidense Timothy Snyder nos recordó que las tácticas populistas de Trump reflejaban las primeras señales de los regímenes autoritarios en Europa.

A fin de cuentas, el nazismo y el comunismo perdieron la batalla. Hoy que vuelve el fantasma del autoritarismo nos toca invocar los escritos del filósofo inglés Tony Judt contra la cobardía moral, y su defensa de la claridad moral como principio imprescindible en tiempos de incertidumbre política.