He vuelto a ver por estos días, en medio de la locura que está desatando su visita al país para la serie de conciertos que hoy termina en El Campín, aunque ahora sigue el mundo entero antes de que regrese a finales del año para regalarnos más felicidad y más nostalgia, he vuelto a ver viejos videos de Shakira cuando era niña y adolescente y daba entrevistas en los canales locales de la Costa o empezaba sus incursiones bogotanas con solo 14 años.
Me gusta ver esos videos porque fue por esa época, más o menos, cuando la conocí de manera fugaz, como lo conté otra vez aquí mismo. Ella había venido a Bogotá para hacer el 'casting' de un musical en el que la rechazaron, y durante esos días su mánager de entonces, Mónica Ariza, siempre me acuerdo de su nombre porque además tenía la misma edad que su artista, como 15 años, logró que María Angélica Mallarino, 'La Mona', la acogiera y la cuidara.
Como yo estaba en el grupo infantil de María Angélica, vi a Shakira por una semana en la que no hacía más que cantar sus composiciones y decirle al que quisiera oírla que ya había grabado un disco y que estaba preparando el segundo. Tenía una voz muy extraña, eso sí, con un timbre grueso y potente que contrastaba con su edad y su apariencia dulce e inocente: la misma voz, ni más ni menos, que hoy llena todos los estadios de la Tierra adonde vaya.
Pero entonces Shakira era solo una niña de provincia en esa Bogotá llena de prejuicios clasistas y crueles de principios de los años noventa, y acaso todavía, y lo que muchas veces suscitaban su música y su figura eran más bien las burlas y el desdén de quienes la veían y pensaban, en el mejor de los casos, que sus canciones eran un capricho infantil y que si sonaban en la radio era gracias a la generosidad de algún locutor compasivo y ocioso.
Por eso sus videos de cuando apenas empezaba son tan conmovedores, allí ya estaba todo: cada cosa calculada en su espacio y su tiempo.
Lo que vino después ya todos lo sabemos, en ese relato épico y conmovedor que ocurrió frente a nuestros ojos después de esa obra maestra que es Pies descalzos, cuando su autora, quizás lo mejor y lo más grande que le haya pasado a este país junto con la obra de Gabriel García Márquez, apenas estaba llegando a la mayoría de edad. Por esos días dijo el propio García Márquez: "La música de Shakira tiene una impronta personal que no se parece a la de nadie…".
Pero lo más bello de verla triunfar, desde hace ya tanto que parecería que siempre fue así, es pensar en la determinación y la nobleza, la tenacidad y la sabiduría de esa niña que no concebía más destino que su arte y su talento, como si supiera, sin la menor duda ni vacilación, que todo lo que le ha pasado le iba a pasar, canción por canción, letra por letra en lo bueno y en lo malo, ese es el poder curativo de la música.
Yo tengo tres hijas mujeres –no hay nada mejor que tener hijas mujeres, quien lo probó lo sabe– y en mi casa Shakira es venerada como una diosa y una reina pero sobre todo como el mejor ejemplo de la entrega y la dedicación, la lealtad sin sombras a lo que uno quiere y sueña hasta ver cómo se cumple, hasta hacerlo realidad, como suele decirse con esa expresión que tiene un significado tan profundo, pues somos artífices de nuestra propia suerte.
Shakira ha sido en esta vida todo lo que ha querido: un mito y un símbolo como pocos de la música popular, una compositora cuyas canciones cantan a grito herido varias generaciones que se dan cita en sus conciertos, una artista comprometida que ha hecho por los niños de Colombia más que todos sus gobiernos juntos. Por eso sus videos de cuando apenas empezaba son tan conmovedores, allí ya estaba todo: cada cosa calculada en su espacio y su tiempo.
Hoy cierra en Bogotá su gira por Colombia, con la ciudad rendida a sus pies: nada que esa niña de 14 años no quisiera y no supiera, desde siempre.