El Bolero del genial compositor francés Maurice Ravel (1875, 1937), obra a la que nos referimos, sólo tiene dos compases de una melodía sinuosa que, con la misma cadencia rítmica, se repite 169 veces. Una verdadera obra del arte musical que se difundió con rapidez y se hizo inmortal desde que se escuchó por primera vez en la Ópera Garnier de París en 1928. Se aparta por completo de las mezclas de tango, rumba y vals de ritmo lento que se bailan mejilla contra mejilla, bajo el encanto erótico de los enamorados.
Su magia es más bien de orden hipnótico, como si este formidable compositor y sus intérpretes pudieran ver los sonidos en colores, y los danzantes fueran proyecciones luminosas en la escena. Más o menos quince minutos del mismo ritmo y la misma melodía que llevan, de manera obsesiva, "hacia una felicidad noble, ininteligible y sin embargo precisa", como lo hubiera podido expresar Marcel Proust, que soñaba con atrapar frases musicales para sus personajes.
Dedicado a la bailarina rusa Ida Rubinstein, este "caleidoscopio de colores instrumentales" culmina en un inmenso creciendo orquestal, con un único cambio armónico justo antes del final de la obra.
Es curiosa, por jerarquía musical, la discusión entre bastidores del brillante compositor y la estrella de la batuta, el maestro Arturo Toscanini, que dirigió este poema sinfónico, a un tiempo dos veces más rápido del indicado por Ravel. Al reclamarle al respecto, el virtuoso italiano le replicó: "Usted no comprende nada de su música. Era el único modo de transmitirla".
Ravel consideró su Bolero como "un simple estudio de orquestación que por desgracia está vacío de música", y sin que se lo propusiera, su creación resultó de gran originalidad. El filósofo Claude Lévi-Strauss a propósito afirmó: "No iríamos muy lejos en el análisis de las obras de arte si nos atenemos a lo que sus autores han dicho, o incluso han creído hacer".
La elegancia, armonía y sensualidad de los artistas dejan en la audiencia la huella de lo inolvidable y aumentan la iración y el gusto por esa danza.
Este híbrido de fascinación y sentimientos, de energía y entusiasmo por su forma lenta de baile con raíces en España y Cuba, es un gran reto para los coreógrafos.
Hace unos días, en el escenario del Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo de Bogotá, propuesto por Ana María Stekelman, se presentó El Bolero de Ravel, a manera de fusión de danza contemporánea, tango y el folclor del sur del continente. El Ballet del Teatro San Martín de Buenos Aires es, sin duda, una de las compañías más importantes de danza contemporánea local e internacional.
Dirigido por Andrea Chinetti y Diego Poblete, bajo el título Entre Piazzolla y Ravel, este grupo de talentosos danzantes aporta de manera crucial a la historia del tango, desde su origen como danza entre hombres. Ahí viene el rey, o el solo del sombrero, con coreografía de Ana Itelman, con la sencillez extraordinaria de un gran solista. El Canto de octubre: una exquisitez de dúos masculinos, tercetos y cuarteto mixtos; y para despedirnos, Estaciones porteñas, creada, por Mauricio Wainrot, todas, obras de Astor Piazzolla, con corales de movimientos impecables. La elegancia, armonía y sensualidad de los artistas dejan en la audiencia la huella de lo inolvidable y aumentan la iración y el gusto por esa danza de pareja que es el tango.
Las verdaderas artes se aprecian más con la sensibilidad, que nos es propia a todos los seres humanos, que con la inteligencia.
Como público, compartir con los intérpretes la belleza de una obra que se escucha es el arte de la música. Como público, compartir con los danzantes la auténtica libertad de sus cuerpos en movimiento nos hace vibrar. La libertad es contagiosa y libera de oscuros predios interiores. Contagiarla es el arte de la danza.