El accidentado trámite adelantado en el Senado para la elección de un magistrado de la Corte Constitucional –que recayó finalmente en el jurista Miguel Efraín Polo Rosero– ha puesto en el debate público una improbada tesis que se está abriendo camino, compartida por muchos –políticos, partidarios del Gobierno, opositores, medios y redes sociales–, que matricula arbitrariamente a los integrantes de las altas corporaciones judiciales –y también a los aspirantes– en supuestos bloques de carácter político, en pro o en contra de actos oficiales, decretos, proyectos o leyes de su iniciativa o conveniencia. Según tan equivocado concepto, los magistrados no profieren las providencias ni las votan según su independiente convicción jurídica, ni de conformidad con lo que obra en el expediente, ni según las normas aplicables al caso –como debe ser y ha sido normalmente en esos tribunales–, sino con la mira puesta en el interés de la tendencia política en que se los ubica.
Es indudable que, al presuponer semejantes actitudes, con incidencia en los fallos, se pone en tela de juicio –también arbitrariamente– la legitimidad de las decisiones judiciales y se ofende a las corporaciones y a sus , ya que se los sindica de estar dispuestos al prevaricato.
Véase que, en el caso de la reciente elección, los integrantes de la terna aprobada y presentada por el Consejo de Estado –Claudia Dangond, Miguel Efraín Polo y Jaime Tobar, todos ellos juristas de excelentes calidades, probada trayectoria y limpios antecedentes– fueron maltratados, los tres, en cuanto se supuso arbitrariamente que los dos primeros representaban, respectivamente, las tendencias opositora y gubernamental –y se abrieron sendas campañas políticas y mediáticas–, mientras el tercero no obtuvo votos porque no lo pudieron ubicar. Lo de menos, su preparación académica, sus conocimientos, su experiencia, su idoneidad para desempeñar tan exigente función como la de magistrado de la Corte Constitucional. Tirios y troyanos, cada uno en su extremo, apoyaron y atacaron; elogiaron y denostaron, inclusive con argumentos falsos.
En el caso de la reciente elección, los integrantes de la terna aprobada y presentada por el Consejo de Estado fueron maltratados.
Para los gobiernistas, si era elegida la doctora Dangond –cuya idoneidad, honestidad, calidades y preparación me constan de manera directa–, todas las normas en que tenga interés el Gobierno serían declaradas inexequibles, pues se consolidaría en la Corte una mayoría de extrema derecha. Según los opositores, la elección del doctor Polo permitirá al presidente Gustavo Petro ser reelegido –aunque él ha dicho que no está interesado– o prorrogar su mandato por dos años más, previa una constituyente que será declarada exequible por la Corte Constitucional, aunque no pase por el Congreso. Otros asumen que Petro "se ha tomado la Corte" y que seguirá los pasos de Maduro en Venezuela, para convertirse en dictador.
Como decían los abuelos, nada de eso tiene pies ni cabeza, ni puede hacerse a la luz de la Constitución vigente. Pero, además, no dependerá del magistrado Polo, ni habría dependido de la doctora Claudia, si hubiese sido elegida.
Muchas veces –siendo magistrado, mediante salvamentos de voto, y después en el campo académico, en libros y artículos– he discrepado de sentencias proferidas por la Corte Constitucional. Pero debo decir: la Corte es un tribunal independiente. Lo normal es que se preparen y presenten ponencias sobre bases y fundamentos jurídicos y que, en la Sala Plena y en salas de tutela, se sustente, se discuta y se vote con argumentos y criterios jurídicos. No siempre se falla por unanimidad, pues hay orientaciones doctrinarias e interpretaciones distintas y hasta contrarias, con las cuales se puede estar en acuerdo o en desacuerdo.
Claro está: cada magistrado tiene su propia ideología y tendencia política, pero eso no se traduce en una función servil o abyecta, ni en la Corte se vota por grupos o bloques, ni en política. Poner en duda su independencia y objetividad es ofensivo.