Por ser un pilar del aprendizaje, de la expresión personal, del a la cultura y de la participación ciudadana, hablar, argumentar y pensar por escrito son habilidades que inciden en el funcionamiento de la democracia. Sabemos que el dominio de la lengua oral y escrita define el desempeño educativo y, según lo siguen demostrando las pruebas escolares, ese dominio –o, en sentido inverso, su carencia– crea una brecha desde los primeros grados, que se refleja en la dificultad para entender el enunciado de un problema o para comprender textos sencillos.
Puesto que la lectura ha sido, desafortunadamente, un marcador de exclusión y de fracaso escolar en Colombia, deberíamos asumir su promoción –o, prefiero decir, la formación de lectores– como un proceso complejo que requiere de una sucesión de etapas en el tiempo e involucra una serie de experiencias, actores y escenarios. No basta con el a la alfabetización en los primeros grados si no hay mediadores –padres, maestros y bibliotecarios– que acerquen a los niños a los libros, ni basta tampoco con esa mediación sin libros al alcance, sobre todo de quienes no pueden comprarlos, lo cual supone no solo la existencia de bibliotecas escolares y públicas en todo el país, sino de recursos para la renovación periódica de acervos y para garantizar la continuidad del trabajo y la formación permanente de los bibliotecarios y los mediadores.
Este entorno para la formación del lector está inmerso en el ecosistema del libro del que hacen parte las editoriales, las librerías y las ferias del libro, grandes y pequeñas; las casas de cultura, las organizaciones no gubernamentales, los autores y los profesionales vinculados al oficio de hacer libros. Y, en este país donde la cultura escrita no ha sido prioridad, es imposible garantizarla como derecho sin una apuesta sostenida del Estado, que permita su continuidad a lo largo de los gobiernos.
Sobre esa articulación (escuela, biblioteca, cadena del libro) que, pese a innumerables y valiosos esfuerzos particulares, no ha logrado cambiar el curso del desarrollo de la gran mayoría de los estudiantes, he escrito muchas veces porque lo considero un tema tan abierto al escrutinio crítico como la actividad parlamentaria, los discursos de Gobierno o las decisiones electorales, entre otros, que reflejan (mal o bien) el desempeño nacional en oralidad, lectura y escritura.
Desde la promulgación de la Ley del Libro, en 1993, que creó un marco legal para articular esfuerzos alrededor de la lectura han transcurrido más de tres décadas y, salvo excepciones, casi siempre asociadas a la existencia previa de un capital simbólico, una gran mayoría de colombianos no entiende lo que lee, tiene dificultades para escribir una argumentación en una página, y muchos encuentros con autores se reducen a preguntas del tipo, ¿qué te inspira para escribir y cuántos libros has escrito?
Por haber visto tantos libros sin abrir en tantas bibliotecas, tantas generaciones con dificultades de lectura y tantas librerías que no logran sostenerse, considero que hacer veeduría a las políticas de Estado y a sus ejecuciones es un imperativo político que necesitamos asumir como parte del trabajo de ser lectores y escritores.
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