Los adivinadores son personajes graciosos (más simpáticos que Bergoglio, excepto cuando lo tiran de una mano). Si fuéramos a plantearlo en términos del catolicismo, harían parte de ese gran pesebre que es la humanidad. Sabemos todos los colombianos que el pesebre y sus dimensiones requieren de especial fe, porque un camello puede ser más alto que una casa y la figura del niño, tres veces más grande que la de su madre. El pesebre es un planeta diminuto; un atado de diferencias unidas a la fuerza por ese poderoso yugo que es la fe.
La fe consiste en creer sin necesidad de pruebas o argumentos (‘In God We Trust’, esto es, en Dios confiamos, como dicen los billetes de un dólar). Creer en lo inverosímil: como que un papel rectangular con tinta del Banco de la República pueda convertirse en comida. Y, si es necesario, dar la vida por esas creencias. Pero, sobre todo, dar la vida del prójimo, porque la humanidad ha sido un río de sangre alimentado por la defensa de uno cualquiera de sus dioses ‘únicos’. Sus dioses de a dólar.
Walter Mercado nos dejó el año pasado, y ha debido dejarle a alguien la fortuna que amasó vendiendo aire a los incautos (entre ellos varios políticos y expresidentes colombianos). Mercader, y no Mercado, pudo ser su apellido de estrella. Una estrella que supuestamente interpretaba a las del cielo, incluida la de Belén. Figura de pesebre, aunque de otra fe: la de los que creen que hay humanos con dones especiales y debemos pagar por acceder a su sabiduría. Walter no hubiera desentonado en los estrambóticos pesebres nacionales. Con su capa multicolor y sus vestidos de carnaval, habría podido quedar bien parado alrededor de la forma como concebimos a los tres Reyes Magos.
Importante figura la de los Reyes Magos, aunque sea solo porque cumplen, gracias a Baltasar, con la ínfima cuota afro en el blancuzco mundillo de la fe cristiana. Ese cruce de caminos, culturas y sangres que fue el bíblico Israel ha sido interpretado por Occidente con un filtro que destiñe las carnes. Que aclara oscureciéndolo todo. Hasta el propio Jesús, que no debió de lucir precisamente como un austríaco, es dibujado hoy con largos cabellos lisos y ojos claros. Porque el ser humano (europeo) fue hecho, ese sí, a imagen y semejanza de Dios.
En la tradición colombiana, los Reyes Magos traen un pequeño detalle, pero en otras latitudes son los encargados de los regalos importantes para los niños. Tiene lógica: ¿por qué creer que un niño regale a otros niños? Mucho más sensato pensar que sean unos adultos, además reyes, los que se encarguen del comercio de la fe.
La cristiandad se acostumbró a una Navidad capitalista antes de que alguien siquiera soñara con la existencia del capitalismo como sistema. Y en estos siglos de los siglos (amén), siempre la Iglesia ha entendido la importancia del dinero, aplicando una efectiva estrategia: declararlo puerco y diabólico, pero recibirlo para que la gente no se contamine con él.
Hace poco escuché una historia de infancia del gran trovador y humorista Corozo, de ‘La luciérnaga’. Contaba Corozo que de niño en su pueblo, Granada, Antioquia, pidió una bicicleta. Para lograr los favores del Niño Jesús estudió duro y se portó bien. Pero la bicicleta nunca llegó. O sí, pero a la casa del hijo del alcalde, mal estudiante y regular persona, a quien el Divino Niño sí le cumplió el milagro de los piñones. Corozo creció desarrollando un natural recelo con el Niño Jesús, pródigo con los vagos adinerados y tacaño con los pobres juiciosos.
El mercado de la fe tiene sus propias e insondables reglas, y el solo intento de develarlas genera malquerencias. En el pesebre de la fe no hay cabida para la lógica y la razón. La fe mueve montañas. Montañas de billetes.
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Grima. ¿Alguien entiende bien el concepto de ‘charla constructiva’?
GUSTAVO GÓMEZ CÓRDOBA