La columna bicentenaria ha dado un giro a Historias en público. Nuestros textos se extenderán a la reflexión conjunta sobre las complejas experiencias humanas en el tiempo, la la comprensión crítica de nuestro presente y el fomento decidido de la imaginación histórica.
La idea que se ha formado en el país sobre su pasado colonial es demasiado simplista con respecto a las sociedades que surgieron después de la Conquista. Aquel relato acerca del encuentro entre mundos que se enseñaba en el colegio –cuando aún se enseñaba historia en el bachillerato–, no solo parte del supuesto de que americanos, africanos y europeos eran todos iguales, sino que además olvida la naturaleza violenta de su encuentro. Se da a entender que grupos consistentes, que se relacionaron entre sí siempre del mismo modo, solo pudieron producir otros grupos igualmente homogéneos: que esclavos, indios y españoles, mulatos, zambos y mestizos, tanto como sus relaciones, eran todos iguales a lo largo y ancho del territorio. Todo esto resulta ingenuo con el pasado, y no se compadece con la diversidad del presente.
Por el contrario, una mirada no muy atenta a los juicios y negocios que se produjeron a finales del siglo XVI, cuando los descendientes de “los primeros descubridores y conquistadores deste reyno” cambiaron las armas por el látigo, revela una sociedad muy compleja, conformada por una gran variedad de gentes que se relacionaban entre sí de maneras muy diversas. Así, los indígenas podían figurar como caciques o capitanes, de acuerdo con su posición política; como chinos, tributarios o reservados, según su edad; o como chontales o ladinos, conforme a su conocimiento de la lengua castellana y la religión católica. Había incluso quienes podían prescindir del apelativo de indio o mestizo a la hora de registrar su nombre por escrito, pero esto era privilegio de algunos pocos, generalmente hijos mayores de hermanas mayores de caciques, y de conquistadores, que podían recibir educación, tener patrimonio propio, y hasta viajar a España a entrevistarse con el Rey.
Tal era el caso de Alonso de Silva, que se identificaba como oficial de un secretario de la Real Audiencia de Santafé, y se hacía llamar “Don”, pues le correspondía como cacique de Tibasosa, a pesar de que él mismo no lo dijera, como no decía nunca tampoco que era mestizo. Por el contrario, Don Diego de Torre no dejaba de firmar como cacique de Turmequé, pero también trataba de ocultar que era mestizo cuando le convenía. Sin embargo, si se juzgan por sus negocios, ambos caciques podían asimilarse a españoles, pues mientras el de Turmequé era capaz de gastarse 100 pesos de oro en vino –equivalentes al arriendo de una casa por tres años– el de Tibasosa poseía una estancia cerca de Santafé, en donde cultivaba trigo y criaba ovejas, cabras y cerdos, todo bajo el cuidado de labradores, que bien podían ser artesanos españoles (como Juan Morales, platero) o negros horros, es decir, libres (como Juan Bravo), quienes le servían como criados y le llamaban amo a cambio de una parte de lo producido, y que a su vez tenían indios o mulatos a su servicio.
Otros, empero, no eran tan afortunados, especialmente cuando tenían apellidos indígenas o llevaban el nombre de su repartimiento. Así, Don Pedro Cacama, “indio capitán de Simijaca”, debía pedir permiso a las autoridades españolas para vender “un pedazo de tierra” de su señorío para pagar la “demora”, o tributo, que como indio le correspondía. La autoridad dio su visto bueno, y la tierra se vendió al capitán Juan de Almanza por 40 pesos, 30 en efectivo y el resto “en unas calzas negras de paño… e unas calcetas de ruan”. Tampoco todos los mestizos podían llevar apellidos y vidas de españoles, por lo que terminaban en posiciones más cercanas a los indios o mulatos, como sucedía con Antonio Mestizo, hijo de Pedro de Bustamante, quien, además de negarle el apellido, lo “puso a soldada en el oficio de servir” a Rodrigo de Turices, reteniéndole la paga.
En la complejidad de la sociedad colonial, en la que no todos los negros eran esclavos ni todos los esclavos eran negros, o en donde un indio podía servir o servirse de españoles, la única separación clara era aquella que diferenciaba a los que debían obedecer y los que podían ser obedecidos, incluso en la convivencia cotidiana. De manera que un niño español y uno indio podían nacer y criarse en la misma casa, hasta mamar de la misma teta, pero a la hora de caminar a la escuela, el que “cargaba la escribanía” (la pluma y el papel) no sabía leer ni escribir. En últimas, fuera de un puñado de encomenderos y oficiales de la Audiencia, que solo servían a un rey que se encontraba a un océano de distancia, todos estaban obligados al servicio de una u otra manera. Esta variedad de gentes y trabajos, y de las formas de resistir y acomodarse a ellos, es expresión de la complejidad de una sociedad colonial que se resiste a simplificaciones fáciles, y la base de la diversidad cultural de Colombia, su riqueza más valiosa.
José Manuel González Jaramillo
Estudiante del Doctorado en Historia de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín.