Este espacio promueve la reflexión, en conjunto, sobre las complejas experiencias humanas en el tiempo, la comprensión crítica de nuestro presente y el fomento decidido de la imaginación histórica.
La súbita obligación del confinamiento parece no satisfacer el deseo acuciante, nacido en las agitaciones del tiempo normal, de un repliegue sosegado en la vida interior. Si bien es fervientemente anhelado como refugio, el espacio doméstico hace codiciar otra vez las vibraciones propias del mundo exterior. Los días al aire libre, con sus riesgos o gracias a ellos, lucen preferibles a esta calmada sucesión de horas iguales. Nostalgia de la polis en el oikos. El silencio y la lentitud, elevados a grado de herejía, son vividos como decepción y como castigo. El tedio, ese gasto sin retorno en la economía emocional de nuestro tiempo, pesa como una amenaza que es necesario conjurar. Cada jornada es un eco lancinante del aserto de Baudelaire: “Siempre creo que estaría mejor donde no estoy, y esta cuestión de la mudanza es una de las que discuto sin tregua con mi alma”.
Pero, en este caso, la mudanza es de afuera hacia adentro. No es el cambio promisorio de geografía y, en ese sentido, no es propiamente viaje, sino regreso, salvo si hacemos nuestra la visión de León de Greiff: “Todos los viajes, todos mis viajes, son viajes de regreso”. Aun entonces, más que por el movimiento, el descubrimiento y la conquista, nos vemos solicitados por las inmensidades de la intimidad, tanto tiempo empobrecidas por la fuerza de la costumbre. Por eso el relato más oportuno para este confinamiento no es el de la guerra, sino el de la atención, o mejor, el del cuidado.
Notemos que ‘poner atención’ y ‘poner cuidado, voces sinónimas en nuestro coloquio, dan cuenta de la actitud más apreciada por estos días: atender y cuidar el cuerpo, claro, pero también poner atención y poner cuidado al espacio cotidiano, cuyos límites coinciden ahora con nuestra libertad de desplazamiento. De repente, la casa, con todo su paisaje material, se convierte en terreno de exploraciones interiores. Cuidar y atender lo que pasaba desapercibido en los trajines de la ‘vida diaria’, noción que el encierro vuelve perfectamente pleonástica, corresponde al estado de ensoñación descrito por Gaston Bachelard en 'La poética del espacio'. Cito un extenso pasaje ilustrativo de tal ensoñación, vía para encontrar “las raíces de la función de habitar”:
“El topo-análisis sería el estudio psicológico sistemático de los sitios de nuestra vida íntima. En ese teatro del pasado, el decorado le asigna un rol a cada personaje. A veces creemos que nos conocemos en el tiempo […]. En sus múltiples pliegues, el espacio comprime el tiempo”. Por arcana que pueda parecer, la noción de “topo-análisis” no hace más que nombrar una actitud natural y espontánea: todos sabemos que en los confines del espacio doméstico, en la atención a los objetos que lo habitan, se puede emprender un viaje de regreso al pasado.
Que la memoria no está hecha solo de tiempo, sino también de espacio y, más ampliamente, de materia, es una intuición que vemos escenificarse en toda experiencia intensa de habitación. Cuántas fotos, cuántos juguetes de infancia, cuántos objetos decorativos no han recuperado su brillo de un tiempo para acá, desde que dejó de cernirse sobre ellos la sombra del descuido y la desatención que les infligen los afanes de la vida productiva.
Privados de esa dudosa conquista de la civilización, exentos de sus urgencias, nos vemos devueltos a una suerte de animismo primitivo que mira de nuevo lo que siempre ha estado ahí, descuidado y desatendido, y que, sin embargo, comprime una parte de la historia que nos constituye. Una arqueología personal de objetos cotidianos, tanto más valiosos cuanto menos funcionales, se despliega ante nuestros ojos de manera “involuntaria”, como llamó Proust a la expresión más pura del recuerdo. Fenomenólogos accidentales de nuestra memoria, espectadores de un pasado que se acumula en cosas y espacios, vemos como por primera vez cada recodo de la casa, el souvenir de tal viaje, el libro ya olvidado, el objeto familiar heredado: vemos el tiempo, que es indefinible, pero no invisible.
Resulta más justo decir que vemos y ‘oímos’, pues los objetos cotidianos son como un pueblo, con su lengua propia que es necesario ‘atender’, a la que debe prestarse ‘atención’. En esta clausura, experiencia intensa de habitación, vale la pena disponerse para oír y leer lo que cada objeto cotidiano, familiar y anodino tiene por decir de cada uno. Nada más propicio que el silencio de estos días para recordar esas dos verdades primordiales y como infantiles: las cosas hablan y nunca estamos solos.
Posdata:
Entre la escritura y la publicación de esta columna habrán pasado días. Algunos titulares de hoy, lunes 4 de mayo, en EL TIEMPO son: “SOS por hacinamiento en URI y estaciones de policía”, “Trabajadores rechazan idea de bajar sueldos y no pagar primas”, “Incertidumbre, protagonista del panorama económico del Eje Cafetero”. Es decir, problemas relativos a la ‘cuestión social’, problemas tal vez distintos y más urgentes que la pregunta por el espacio que habitamos. Pero cabe preguntarse si, más bien, la ‘cuestión social’ y la ‘cuestión del habitar’ no son dos dimensiones, indisociables, de la misma realidad.
Pablo Cuartas
Profesor de la Universidad Autónoma de Manizales