Iré de lo general a lo particular. Desde hace algún tiempo, el mundo ha empezado a girar ideológicamente a la derecha con el ascenso de líderes políticos que se han abanderado en contra de los movimientos sociales, las propuestas de la comunidad LGBTIQ+ y han primado el desarrollo económico por encima de la empatía que requieren los pueblos del mundo. Algunos analistas mencionan que este giro ocurre gracias a un agotamiento por parte de las juventudes hacia las soluciones que toman tiempo, diálogo y democracia, pues consideran que el mundo necesita soluciones prácticas, rápidas y efectivas.
El caso más emblemático es el de Trump, quien, además de lo anterior y de la mano de Elon Musk, ha presionado por imponer una libertad discursiva en redes sociales en la que la violencia contra los otros está permitida, avalada y promocionada, pues genera más interacción, indignación y, por tanto, mayor ganancia para sus dueños. Adicional a las ganancias económicas que trae el cierre de la discusión, este tipo de discursos imponen de forma tangencial una normalidad y homogeneidad generalizable que funcionan para facilitar, pero no mejorar, el ejercicio político. La diversidad, la diferencia y las necesidades de cada comunidad que ha sido históricamente vulnerada son vendidas como detractoras de la búsqueda de un supuesto bienestar general que solo favorece a las clases y razas privilegiadas.
Vemos al otro como entretenimiento, como la noticia del día, y nos olvidamos de que detrás hay una persona doliente, una familia en crisis o una comunidad movida.
En Adolescencia, una serie de Netflix, se expone un tipo particular de jóvenes que apoyan este tipo de medidas, pues se consideran víctimas de un sistema que los ha dejado de lado por considerarlos privilegiados, haciendo que entre ellos alimenten la creencia de superioridad de los hombres sobre las mujeres y la objetivización de todo lo que los rodea al servicio de sus deseos. Así pues, consideran que, por ostentar poder, pueden tomar decisiones sobre las discusiones públicas, los cuerpos de las personas e incluso el medioambiente, soterrando la ética e interseccionalidad que se debe tener cuando hablamos de políticas de Estado y reconocimiento de la diversidad que se gobierna.
En Colombia, a pesar de no tener un gobierno de derecha, no solo somos víctimas de esa laxitud en redes sociales que permite la proliferación de discursos de odio, sino que también estamos inmersos en las manipulaciones de los poderosos. Recientemente se expuso a los jóvenes creadores de contenido que hacen que la narrativa del Gobierno se replique sin necesidad de corroboración, veracidad o conexión con la realidad. Un rebaño que hace ruido hasta que se opaque la diferencia o el sentido crítico. Lo anterior ha despertado en los jóvenes la necesidad de informarse por otros medios, teniendo en cuenta que algunos portales tampoco son confiables porque se han encargado de inundarnos de noticias sensacionalistas que solo buscan elevar las visitas a sus páginas.
Ambas situaciones afectan a la juventud colombiana en su aprehensión de la realidad, pues estamos embebidos en comentar todo lo que cruza por redes sociales, creyéndonos poseedores de una verdad que desconoce que lo comentado tiene implicaciones en el mundo. Guy Debord, en La sociedad del espectáculo, menciona que "El espectáculo es lo contrario del diálogo. Donde hay representación, la vida se aleja". Vemos al otro como entretenimiento, como la noticia del día, y nos olvidamos de que detrás hay una persona doliente, una familia en crisis o una comunidad movida. Perdemos, en el afán de la espectacularidad de las redes, nuestra humanidad. Hacemos imágenes de IA o replicamos videos del sufrimiento de la víctima de un transfeminicidio mientras peleamos entre facciones de movimientos sociales como el feminismo, hasta perder de vista el enemigo público que es el odio, la impaciencia y la falta de diálogo y consenso.