Murió hace un par de días en Bogotá el profesor Ernesto Guhl Nannetti, de cuyo magnífico libro, Antropoceno: la huella humana, hice aquí mismo, en junio pasado, una reseña llena de iración porque la verdad es que es un texto descomunal y brillante, ‘necesario’, como se dice ahora de casi todo sin que se lo merezca, aunque en este caso sí porque es el legado intelectual de uno de los colombianos más buenos y generosos que hubo.
De hecho, ahora que Ernesto ha muerto y vendrán más homenajes y reconocimientos, porque en vida los tuvo todos, ahora me gustaría ahondar en sus virtudes civiles y morales, que a veces parecerían no ser tan relevantes cuando hablamos de un pensador así. Se dice, y puede ser cierto, aunque hay que darle muchas vueltas de tuerca a ese dogma, que la biografía va por un lado y las ideas por otro. Una cosa es la persona y otra es su obra, se dice.
Quizás valga esa premisa cuando hablamos del arte, aunque no siempre, porque al final toda obra constituye parte esencial de la vida. Pero entiendo muy bien el dilema cuando uno se ocupa de un novelista, por ejemplo, o de un pintor. En el caso de un científico social, en cambio, esos atributos morales que se nombran a partir de las virtudes de la persona, como la bondad o la generosidad, pueden llegar a definir el carácter de una obra, su valor.
Es el caso, sin duda, de Ernesto Guhl Nannetti, cuya labor irable como ambientalista y ecólogo, entre otras muchas cosas, no puede desligarse de lo que fue como ser humano, porque además esa es la clave de esa ciencia tan urgente e incomprendida: la idea de que no hay diferencia entre lo que hacemos y lo que somos; la certeza de que la ‘armonía del planeta’ nace en cada quien y allí se manifiesta o se desquicia.
Es el caso, sin duda, de Ernesto Guhl Nannetti, cuya labor irable como ambientalista y ecólogo, entre otras muchas cosas, no puede desligarse de lo que fue como ser humano.
Por eso Ernesto Guhl no era un predicador ni un fanático: uno de esos gurúes apocalípticos y sermoneros, que hoy son legión, expertos en aleccionar y juzgar a los demás desde la hipocresía, la arrogancia, la furia y la mezquindad. Todo lo contrario, porque en él se impusieron siempre, como un don natural y espontáneo, la tranquilidad, la dulzura, la sinceridad, la gracia, la compasión, la mesura.
Son atributos morales, sí, que se encarnaron todos en su trabajo científico lleno de rigor y creatividad. La sustancia de su vida, mejor dicho, estaba presente en su obra, que fue la de un precursor y un visionario. Junto con otros maestros de la ecología en Colombia y el mundo, Ernesto advirtió a tiempo el desastre planetario que nos corre pierna arriba si no hacemos algo ya (‘ya’ era hace tres décadas) para mitigar los efectos de la humanidad en la Tierra.
Es impresionante, casi aterradora, esta época nuestra en la que quienes más tienen algo relevante y profundo por decir son los que se pronuncian con menos estridencia; los que menos hablan, cuando debería ser al revés. Por eso citaba yo hace un mes a ese amigo que sostiene que estamos en la ‘civilización de Forrest Gump’: un mundo en el que cualquiera dice lo que sea, cuanto más necio y vulgar mejor, y al mirar hacia atrás tiene millones de ‘seguidores’.
Se multiplican los influencers y empiezan a escasear los sabios de verdad. No es que lo primero esté siempre mal, tampoco, es el signo de los tiempos, pero esa lógica perversa de los likes y lo viral lo está devorando todo: los medios, la política, el arte, hasta la ciencia. Y lo que ganamos en apertura y democratización del diálogo, que es una gran conquista de nuestra época, a veces también se pierde en el lugar y la importancia que cada quien cobra en él.
Quizás no se trate de contraponer las dos cosas, no lo sé. Pero es una lástima que voces como la de Ernesto Guhl Nannetti se apaguen.
Queda su recuerdo, eso sí: su ejemplo imperecedero y luminoso.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN