Su hijo Eduardo, que es uno de los mejores periodistas de Colombia, un defensor y promotor como pocos del verdadero lugar que la cultura y el arte deberían tener en nuestros medios, su hijo Eduardo colgó hace una semana en Twitter una foto de su papá, el comodoro Jorge Arias de Greiff, feliz a sus 99 años casi recién cumplidos –creo que fue en septiembre–, con gafas negras y una camiseta de los Stone Temple Pilots.
Jorge Arias de Greiff es el rock y es el punk: un espíritu libre, rebelde y transgresor; un sabio en el sentido más profundo y más bello de la palabra. Y sobre todo, un liberal ejemplar y de verdad, yo diría que único, en un país en el que esa condición es tan escasa y en el que los que la ostentan, con su dogmatismo y sus delirios, sus componendas de partido, sus incoherencias y beaterías, suelen ser su más bochornosa negación, su deshonra.
El comodoro, en cambio, encarna lo mejor de esa tradición filosófica que empieza con Sócrates, quizás, y que consiste en acercarse al mundo y sus criaturas con ironía y curiosidad, con rigor y razón pero también con la desmedida pasión del que aspira a ocuparse del "universo todo", como escribió Cervantes en el Quijote, y lo hace sabiendo que nunca será suficiente y que es una empresa imposible y hermosa, lo uno por lo otro.
Por eso mismo Jorge Arias de Greiff ha sido siempre una figura incómoda y provocadora, libertaria, en la vieja y noble y ya pervertida acepción del término. Respetado y consagrado por todas las instituciones, como no era para menos dados sus méritos intelectuales y científicos, pero visto con el recelo que aquí suscitan los que se atreven a pensar de manera insobornable y por su cuenta, sin concesiones ni dobleces.
Más que su espíritu juvenil y desafiante, que aún hoy lo sigue acompañando, (...) también hay en él, lo hubo siempre, un espíritu infantil y risueño.
Más que su espíritu juvenil y desafiante, que aún hoy lo sigue acompañando, y eso se ve en esa foto de fin de año que publicó su hijo Eduardo, también hay en él, lo hubo siempre, un espíritu infantil y risueño: el desparpajo de un niño travieso que lo cuestiona todo; la voz incansable y sin parar del que avisa que el rey va desnudo. Un amigo me dijo un día que Jorge parecía un duende medieval, un trasgo, un mago con el sombrero lleno de tesoros.
Y así era, así es: basta verlo caminar y luego detenerse, cerrar los ojos con escepticismo y malicia, levantar la cabeza: algo va a decir entonces, alguna de sus deslumbrantes teorías sobre lo que sea, desde el tránsito de Venus entre el Sol y la Tierra hasta El anillo del Nibelungo o la participación de un colombiano en la batalla de Trafalgar. En su caso sí que es cierta la frase de Terencio tan manida: Nada de lo humano le es ajeno.
Pero eso con humor y alegría, sin la solemnidad y la pompa que todo lo arruinan. Y con una premisa que le oí varias veces: si el conocimiento no es claro, al menos en lo que se refiere a las llamadas ‘ciencias humanas’, podría decirse que no es conocimiento. Si hay que enrevesar las palabras y volverlas oscuras y confusas y esotéricas para fingir que uno está diciendo algo importante, lo más probable es que esté diciendo alguna tontería.
Hace años, cuando yo estaba escribiendo una novela napoleónica y de aventuras, una novela de mar y de tierra, Jorgito me enseñó trigonometría esférica, a mí que a duras penas sé sumar y restar. La idea era encontrar el ‘punto de fantasía’, que es como en la jerga de los marineros, que es pura poesía, se llama el lugar exacto en el que debe de estar un barco cuando uno calcula su trayectoria mirando las estrellas. Desde entonces le digo el comodoro, y lo es.
Porque en el fondo eso es lo que hacen los sabios como él, ayudarnos a encontrar, a todos, el punto de fantasía. “La hora que marca el reloj del mundo”, como decía don Ernesto Volkening.
Qué grande es Jorge Arias de Greiff.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN