Mentiría si digo que sabía en lo que me metía cuando decidí cambiarme de economía a comunicación social. Sospechaba que estaba cambiando la posibilidad de un futuro con más comodidades por uno más inestable, pero no me importaba; en ese momento yo solo quería salir de esa cárcel llena de ecuaciones y derivadas, y dedicarme a rellenar con ideas un cuaderno que solía llevar en la chaqueta y que esperaba que algún día se convirtieran en algo.
El punto es que el periodismo actual es uno muy diferente al que estudié, y no lo vi venir, al extremo de que, si me tocara elegir hoy una carrera, periodismo estaría entre las últimas. Y no solo por el tema de los ingresos que en dicha profesión se reciben, sino porque mi anhelo siempre fue hacer historias reposadas, de largo aliento que les llaman, ya que nunca me llamaron la atención las exclusivas de última hora. Creía en ese entonces que podía hacer la diferencia contando el mundo como lo veía, en vez de unirme a esa vorágine (que no era nada comparada con la que se vive hoy) de chivas y primicias.
Para un periodista de otra época como yo, el tema de los hashtags, la viralidad y las redes sociales es una avalancha insalvable y el enfoque de las noticias es un juego que no logro entender. Siempre supe que lo que se consumía era el diario vivir y que las historias particulares llegaban a un público más reducido, pero es que lo de hoy es de otro nivel. Las noticias que inundan el internet parecen más bien chismes entre vecinos que eventos extraordinarios y, la verdad, sigo sin descifrar por qué ameritan difusión masiva.
A estas alturas prefiero no saber en qué anda Rusia, a cuánto está el dólar o qué nuevo delirio de grandeza atrapó a Petro. Asumo las consecuencias de mi ignorancia.
‘Se quedó dormido con el celular en la mano y se lo robaron’; ‘Niño muere dentro de una nevera’; ‘Mujer fue infiel con el tío del novio media hora antes de casarse’; ‘Pareja de famosos decide qué hacer con su mascota luego de su separación’. Todos son titulares reales, todos hechos por jóvenes que quizá, como yo en su día, soñaban con hacer algo memorable y que al salir de la universidad descubrieron que la vida que planeamos no siempre va de la mano con la realidad del mercado.
Y eso cuando lo que leemos no son noticias del fin del mundo. Porque no hay término medio, es como si no buscáramos la prensa para informarnos, sino para atontarnos o escandalizarnos, una de dos. Así, si no estamos viendo videos de gatitos nos ponemos a escudriñar lo que pasa en Palestina para llenarnos de pánico y visualizar el tan esperado fin del mundo.
Mientras tanto, los que quieren producir o consumir otro tipo de contenidos han quedado en tierra de nadie, incapaces de unirse a una corriente u otra. Y no digo que tengamos que vivir en medio de noticias culturales y análisis de fondo imposibles de digerir; entiendo nuestro afán por la distracción, por lo ligero, así como la atracción por lo destructivo, solo digo que podría haber un balance y que lo ideal es que hubiese campo y recursos para todo tipo de noticias. Quizá sea que le estoy pidiendo al periodismo (y de paso a los humanos) algo que es incapaz de dar.
Por razones de paz mental, hace años dejé de consumir noticias. Noticieros de televisión y radio hace más de una década, y prensa escrita hace un par de años casi. El otro día estaba en una comida y alguien dijo que la cosa estaba tenaz, refiriéndose a la situación del país, o del mundo, ni idea. Yo no quise preguntar y seguí picando el cilantro como si nada, tal como me lo había pedido la anfitriona del evento. A estas alturas prefiero no saber en qué anda Rusia, a cuánto está el dólar o qué nuevo delirio de grandeza atrapó a Petro. Asumo las consecuencias de mi ignorancia, y si el fin del mundo me va a coger con los pantalones abajo, que así sea. Lo único que sé ahora es que me niego a vivir en ese constante estado de crispación que significa estar informado.