Cuando pensamos en la inequidad, lo primero que se nos viene a la mente es el factor económico: la brecha en la distribución del ingreso entre distintos grupos sociales. Sin embargo, al profundizar, comprendemos que la inequidad no se reduce al ingreso, abarca el concepto del desarrollo humano y revela la imposibilidad de vivir con dignidad en múltiples dimensiones de la vida: el a las oportunidades, la posibilidad de pertenecer, de tener voz y ser escuchado, de gozar de la libertad de elegir.
La inequidad se siente en el cuerpo, en la infancia interrumpida, en las horas de sueño alargadas para engañar al hambre. Se encarna en la rabia de una hija que se pregunta por qué nació donde no podían darle nada, en la muerte de quien no alcanzó a llegar al centro médico. El lugar y el hogar en que se nace, el género, las condiciones físicas son factores que –desde la cuna– empiezan a marcar las diferencias en las trayectorias de vida de los seres humanos.
El privilegio en unos genera una sensación de abandono, falta de reconocimiento y resentimiento en otros. Pero, sorprendentemente, las carencias también despiertan la solidaridad y el agradecimiento en muchos. Cuando el sistema falla y lo único que tienen al alcance es la comunidad, las personas se cuidan entre sí y el tejido social se convierte en un motor de acción colectiva. Frente a la escasez, hay quienes, en lugar de enfocarse en lo que les falta, sostienen el espíritu con gratitud, y pasan del "no tengo" al "yo puedo".
Desde el lado del privilegio, la inequidad también se siente, aunque de forma distinta: como una incomodidad ética que lo hace a uno preguntarse por las cosas que parecen dadas y a cuestionarse por qué nació de este lado y no del otro. En muchos casos, despierta un sentimiento de responsabilidad por devolver; aunque, a veces, también genera frustración ante la impotencia que produce la magnitud del problema y las dificultades que surgen al tratar de abordarlo.
Si realmente queremos construir un “nosotros” que no deje a nadie atrás, debemos poner al ser humano en el centro de las decisiones colectivas.
Frente a los temas relacionados con la inequidad, surgen tensiones significativas: entre las expectativas puestas en el Estado y su capacidad real de respuesta; entre la legítima aspiración a vivir mejor y la idea de que es un derecho adquirido; entre lo que puede lograrse con dinero y esfuerzo y aquello que sigue siendo inalcanzable.
Subsanar carencias no puede confundirse con reproducir una lógica asistencialista que quita responsabilidades a unos y sobrecarga a otros. Redistribuir oportunidades es fundamental, pero ello debe ir acompañado del reconocimiento de que también existen responsabilidades individuales. Ahora bien, esperar que quienes han vivido en condiciones adversas respondan con la misma eficacia de quienes han tenido todo a su favor es una exigencia injusta. Además, creer que todo depende del esfuerzo individual invisibiliza las barreras estructurales que, desde el inicio, limitan las posibilidades de muchas personas. El trabajo y el empuje no siempre bastan; se necesitan también suerte y un entorno que permita avanzar. Hay, incluso, inequidades que no se resuelven ni con dinero ni con compromiso, como ocurre, por ejemplo, con las personas en situación de discapacidad.
La inequidad es una forma de exclusión que lleva a unos a luchar por lo que otros reciben como punto de partida. Hay unos mínimos que como Estado y sociedad debemos garantizar para asegurar que vivir con dignidad no sea un lujo. El llamado a pensar estos temas no es técnico: es profundamente político. Si realmente queremos construir un "nosotros" que no deje a nadie atrás, debemos poner al ser humano –no al mercado ni a las estadísticas– en el centro de las decisiones colectivas.