Estoy en Berlín, una ciudad en la que desde hace más de diez años paso alguna parte de mi año, a veces más o a veces menos, pero en la que sin duda puedo decir que tengo ya una vida, una rutina y unos hábitos labrados por el tiempo y la costumbre: "la misma calle con la misma puta", como dice el célebre poema sobre Popayán, los mismos sitios a los que voy siempre sin ser un extraño.
Pero esta vez, nomás llegar, el primer día, me robaron el celular en la estación de metro del zoológico, una de las más concurridas y caóticas de la ciudad, en realidad una especie de república independiente de zombis y orates que se mimetizan sin el menor problema con la multitud que allí camina y reverbera, de la cual salió algún altruista y avezado cleptómano y en un segundo, sin darme cuenta siquiera, me dejó incomunicado.
Un amigo me dijo: "No jodás: te librás del cosquilleo en Transmilenio y te van a robar en Berlín", y tiene toda la razón, pero también es porque uno, aunque no lo quiera, sucumbe al falso y estúpido mito del 'primer mundo' (que suele ser todo lo contrario) y cree que justo por eso puede estar más tranquilo y seguro, cuando la realidad monda y lironda es que en todas partes todo es igual y los ladrones trabajan con el mismo ahínco en Ámsterdam o en Cocorná.
Lo primero que lamenté, por supuesto, fue la pérdida material de mi teléfono, lo que cuesta uno de esos infernales y prodigiosos aparatos. Pero pronto entendí que ese era casi un consuelo ante lo que me corría, y aún me corre, pierna arriba, pues el valor en sí de un celular es poca cosa al lado de lo que significa quedarse sin él, que es, ni más ni menos, perder el alma, descubrir cómo la hemos depositado allí por entero hasta volverla su esclava y prisionera.
La teoría es que siempre en la tal 'nube' hay una versión platónica de lo que uno va construyendo y dejando allí y que si hay pérdida o hay robo es muy fácil recuperar el pasado.
Nos lo advirtieron de mil maneras, en todos los tonos, y no hicimos caso: le estábamos (le estamos) vendiendo el alma al diablo, mientras aceptamos las condiciones de uso de cuanta app se nos atraviesa y dejamos que nuestra vida ocurra por completo en ese universo que llevamos en el bolsillo y sin el que hoy ya no somos capaces de hacer nada, ni siquiera lo más elemental como pedir un taxi o buscar una dirección o incluso tener una cita romántica.
La teoría es que siempre, en algún lado, en la tal 'nube', hay una versión platónica de lo que uno va construyendo y dejando allí y que si hay pérdida o hay robo es muy fácil recuperar el pasado. Esa es la teoría, pero la práctica, al menos en mi caso que soy negligente a más no poder con las copias de seguridad y demás torturas, es que todo me lleva al mismo laberinto y a la misma paradoja: si no tengo a la mano mi teléfono no puedo recuperar lo que había en él.
Llevo más de una semana de una pesadilla kafkiana de códigos y mensajes de recuperación de mi vida sin que pueda verlos ni usarlos porque todos me llegan a ese teléfono que ya no es mío y que ni siquiera puedo rastrear, oh, porque para hacerlo necesito una clave que me envían al número que reside en él. Por si fuera poco, tenía abiertos en mi computador algunos de mis puntos de o con el mundo, Twitter y Facebook y cosas así, y ayer se me cerró todo.
Ha sido, es, una sensación rarísima, como si me hubiera quedado por fuera de mi propia casa, rondándola y mirando hacia adentro por la ventana. También ha sido una especie de liberación inesperada y benéfica, pues estoy descubriendo que uno al final no necesita nada de eso, como vivió toda la vida antes de internet: sin redes sociales, sin llamadas cada dos segundos (desde los Países Bajos) de la ETB, sin las cadenas y los grupos de WhatsApp, jajajajaja.
Vivimos enajenados mientras el teléfono nos roba y succiona la identidad, lo que somos. Dónde estamos, ¿aquí o allá? Escriban el código que les llegó.
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