No todas las mujeres queremos trabajar, no todas somos madres, no todas somos liberales, no todas somos víctimas.
Algunas queremos estudiar y engancharnos con éxito en el mercado laboral porque vemos en eso una dimensión de realización humana. Algunas trabajamos por la necesidad de aportar a la supervivencia de nuestras familias. Algunas no queremos trabajar mientras crecen nuestros hijos. Algunas trabajamos y no llamamos trabajo a nuestras actividades porque ocurren en el seno de proyectos familiares y nadie nos paga directamente un sueldo. Algunas simplemente no queremos trabajar.
Algunas queremos tener hijos. Otras no.
Algunas asumimos la totalidad de las tareas de cuidado a gusto, como parte de lo que nos define. Algunas, como un deber que no cuestionamos. Algunas, con sacrificio inmenso de otras posibilidades. Algunas conseguimos compartirlas con nuestras parejas. Unas pocas hemos invertido los roles tradicionales en nuestros hogares, y muchas asumimos dobles roles en hogares con padres ausentes –una tercera parte de las mujeres se encuentra en este último grupo en Colombia–.
Algunas somos religiosas y encontramos en nuestras creencias el soporte para la vida diaria. Algunas no somos religiosas practicantes. Algunas somos agnósticas. Algunas, ateas.
Algunas vivimos sometidas a violencias verbales y físicas, algunas sometemos a otros a nuestras agresiones. Algunas somos objeto permanente de afecto. Algunas nos sentimos constantemente vulneradas por la forma como se nos aproximan los hombres. Algunas no nos sentimos vulneradas.
Se gasta a veces mucha energía en luchas menores, que resuenan porque apelan a la indignación de la gente, tan poco constructiva y tan ruidosa.
Las mujeres venimos en distintos empaques, colores y sabores, con toda nuestra complejidad, como cualquier ser humano. Arrastramos, eso sí, todas, una historia milenaria de desigualdad y abuso que nos ha simplificado asignándonos unos roles en cuya definición original no participamos, y que marca en muchos casos nuestras oportunidades y nuestras elecciones.
La igualdad entre hombres y mujeres, como la igualdad en cualquier ámbito, tiene su expresión más importante en la igualdad de capacidades para elegir nuestros proyectos de vida y no en la igualdad de esos proyectos.
¿Por quién tendría que levantarse entonces la voz de los feminismos? En primer lugar, en mi opinión, por las mujeres más pobres, que suelen ser también las que tienen niveles de escolaridad más bajos, los mayores desbalances en tiempos de trabajo no remunerado y un riesgo más grande de vivir en condiciones de dependencia. Y tendría que levantarse siempre por las mujeres y niñas que son víctimas de violencia en sus hogares o fuera de ellos. Por las mujeres que son con mayor frecuencia invisibles.
Otra lucha prioritaria es la de la participación política de las mujeres –los espacios para que participemos en la definición del rumbo de nuestras sociedades–. Las listas cremallera y las cuotas de género en los cargos del Estado son herramientas útiles para abrir espacios y posibilitar ejemplos que animen a otras a participar. Sin olvidarnos (esto para el electorado) de que ser mujer por sí solo no es suficiente para gobernar bien. Porque, de nuevo, somos personas con distintas visiones del mundo, distintas capacidades y distintos valores.
No les pidamos unanimismo a las mujeres. Reconozcamos y valoremos la diversidad en este colectivo y concentremos la atención en impulsar y defender la capacidad de elegir y la construcción de esa capacidad para todas.
Las transformaciones más profundas, necesarias para nivelar la cancha entre hombres y mujeres, exigen identificar prioridades y trabajar en ellas. Se gasta a veces mucha energía en luchas menores, que resuenan porque apelan a la indignación de la gente, usualmente tan poco constructiva y tan ruidosa.
MARCELA MELÉNDEZ