Las discusiones sobre la provisión pública o privada de bienes y servicios suelen estar cargadas de prejuicios. La verdad es que, desde el punto de vista del bienestar de las personas, no siempre es por definición mejor ni lo público ni lo privado. Bajo marcos regulatorios adecuados, trasladar la responsabilidad de la producción de bienes y servicios a actores del sector privado puede dar resultados iguales o mejores que cuando esa responsabilidad se deja en manos de los gobiernos. Una razón por la cual esto es cierto es que el objetivo privado de maximización de ganancias a veces se encuentra mejor alineado con el bien común que las prioridades del burócrata de turno.
En la provisión de servicios públicos domiciliarios, por ejemplo, nada sugiere que una empresa estatal haga mejor la tarea que una privada que opera bajo la regulación adecuada. La empresa estatal, de hecho, es difícil de defender de la interferencia de los gobiernos con fines distintos a los de su propia operación. Más de una vez se encuentra uno con gerencias y juntas directivas politizadas o con sobrecostos de istración, operación y mantenimiento en empresas estatales que no serían isibles en el sector privado.
Bajo marcos regulatorios que no funcionan bien, importa poco si la provisión es pública o privada. Este es el caso del sistema de pensiones en Colombia. La atención se desvía de manera lamentable en dirección equivocada cuando la conversación se plantea en torno a dos alternativas de provisión de aseguramiento en la vejez, una pública –Colpensiones– y una privada –las AFP–. Como sistema de pensiones, ninguno de los dos funciona bien. Ninguno de los dos le entrega una pensión al final de la vida a la mayoría de sus ahorradores, y los dos tienen mecanismos a través de los cuales los ahorradores más pobres, que no llegan a pensionarse, subsidian a los ahorradores que se pensionan, que suelen ser los más ricos. Una buena reforma pensional tendría que cambiar elementos de los dos sistemas por igual y reconocer el ahorro pensional, de quienes pueden hacerlo, como un complemento a un sistema de pensión universal en la vejez, que realmente proteja en la longevidad a la mayoría de los colombianos. Lo demás –la discusión de si provisión pública o privada– es pura distracción.
Nos perdemos al pretender que la discusión sobre lo público y lo privado se pueda dar en blanco y negro.
¿En qué casos tiene sentido abogar por lo público y descartar lo privado, como mecanismo para generar sociedades más igualitarias, con mayor bienestar? Por regla general, yo diría que siempre que la alternativa de provisión privada contribuya a la segregación social. En muchos de los países de la región, las familias de mayores ingresos optan por soluciones privadas ante sistemas públicos de atención a la primera infancia, educación escolar y educación terciaria de baja calidad (o baja cobertura). Con esto, una capa de nuestras sociedades accede a servicios privados de primera calidad mientras que el resto queda a la merced de la capacidad, con frecuencia precaria, del Estado, y las brechas entre ricos y pobres se profundizan.
En casos como este, la solución privada debilita el capital social para exigir calidad en los servicios del Estado, y tiene un costo inmenso de largo plazo: segrega a la ciudadanía desde la infancia. Crecemos sin conocer al que es distinto de nosotros. Y es imposible construir sociedades igualitarias y bien cohesionadas si no nos conocemos y nos mueven frente al otro el temor y la desconfianza. ¿Deberíamos, entonces, prohibir las guarderías, los colegios y las universidades privadas? Por supuesto que no. Pero la gran apuesta sí tendría que ser por la provisión pública y programas que faciliten la mezcla de diferentes grupos sociales en el aula.
Nos perdemos al pretender que la discusión sobre lo público y lo privado se pueda dar en blanco y negro.
MARCELA MELÉNDEZ