Apenas comenzaba a estudiar arte dramático en España. Mi mamá, que había venido a visitarme, estaba preocupada porque me veía muy abandonada y llorosa. Yo andaba todavía recogiendo mis restos después de mi separación de Carlos Vives –mi primer marido– y no tenía amigos cercanos en Madrid. Ella sabía que el escritor y periodista Daniel Samper Pizano vivía allí y, como ya le había dicho que yo no era capaz de llamarlo a él ni a nadie, se consiguió el teléfono, lo localizó, le pidió cita y me llevó de las greñas a que lo conociera. Del encuentro resultó una amistad que Daniel, su esposa Pilar y yo hemos preservado hasta hoy.
Un día, al verme tan triste y desprogramada, a Daniel se le ocurrió que su amigo, el escritor Antonio Caballero –también radicado en Madrid por esas épocas– y yo podríamos, al menos, iniciar una amistad. Y nos arregló una salida a cenar.
Me acuerdo solo de tres cosas. La primera: cuando él me recogió, yo estaba masticando chicle y no lo solté hasta que, en el restaurante, el mismo Antonio me dijo que no le gustaba ver a una mujer haciendo eso (a mí tampoco; cuánto lo entiendo).
No recuerdo si me tragué el chicle o me lo saqué y lo puse obedientemente en el mismo cenicero que luego llenó él con colillas de cigarrillos de tabaco negro.
La segunda es que ambos nos aburrimos como nunca. Yo, pobrecita, solo estaba capacitada para hablar de mi tusa por Carlos, y Antonio no era precisamente el interlocutor que necesitaba para desahogarme, razón por la cual me quedé en silencio casi todo el tiempo, muy intimidada, además, por su mirada diagnóstica, aguda e implacable, de microcirujano. Él, como buen taurino y periodista, capoteó la ausencia de temas de conversación haciéndome preguntas que tampoco tengo claro cómo respondí. Imagino que mal porque no había leído lo que él había leído, ni hojeado siquiera nada que él hubiera escrito, ni me interesaba la política, ni la actualidad nacional o internacional, ni la música clásica, ni la pintura, ni la historia de Colombia, ni la universal ni nada fuera de mi muy íntima y enredada sicología.
La tercera cosa que recuerdo es aquella atmósfera desesperante y aterradora que se genera entre dos personas que tienen que reprimir las ganas de salir corriendo en direcciones opuestas. Con sobrada razón le debí parecer bonita (eso sí era) pero boba. Mucho me temo que sigue pensando lo mismo.
Margarita Rosa de Francisco