Ver bailar a mi mamá me conectaba con la belleza y el erotismo del cuerpo femenino.
Cuando mis padres hacían fiestas, siempre llegaba el momento en el que los asistentes pedían: “¡Que baile Merceditas!”. Y ella los complacía al son de un bolero de Manzanero que mi papá entonaba en clave de rumba flamenca y se llamaba Adoro. La voz de mi papá cantando “yo te adoro”; el cuerpo de una mujer de belleza extrema (la suya), como centro de atención; sus movimientos (a mí me parecían atrevidos); la gracia, el pañuelo, la noche... Todo aquello conformaba el cuadro completo de una diosa infernal y celeste, en plena soberanía. Creo que mi hermana Adriana, mi hermano Martín y yo aprendimos a bailar en el vientre danzante de nuestra madre.
Pero también en Cali, mi ciudad natal, somos muchos los que aprendemos a bailar al mismo tiempo que a caminar, si no antes. Es el ritual en el que todos los cuerpos se inscriben, y en el cual –cuando bailamos en pareja– no renegamos de los roles que ahí se establecen muy específicamente para hombres y mujeres.
A pesar de mis escaramuzas feministas, cuando bailo en pareja con un hombre quiero que el patriarcado se exprese en el esplendor de su representación: espero que el hombre ‘sepa llevarme’ y así poder abandonarme con confianza a lo que él disponga. No disfruto del baile si él no tiene decisión para marcar el siguiente paso. El éxito del papel masculino en esta particular circunstancia (demos por descontado el sentido del ritmo) no depende tanto de su repertorio coreográfico como de su apropiación del cuerpo de la mujer. Su ‘hombría’, en este contexto, quiere decir dominio y mando. Si bailo con un hombre, mi encomienda es obedecerle y mi reto, entregarme, no obstruirlo y gozar. En esto soy tan machista que bailar en pareja con mujeres no me resulta emocionante porque ese código desaparece. No me gusta llevarlas ni que me lleven. ¿Y llevar al hombre? ¡Jamás!
Cuando bailo sola, siempre imagino que soy observada por un hombre. Imagino que bailo con él y para él. En ese momento mi cuerpo se integra: brazos, piernas, corazón, oídos, pies y todo lo demás no son ya una pregunta, sino la respuesta orgánica y emocional al enigma de mi propio cuerpo. Es curioso que, en mi fantasía, para que esto ocurra, sea necesario el símbolo de la mirada masculina como agente unificador. Me lo acabo de contar. Apenas lo veo. Qué barbaridad.
MARGARITA ROSA DE FRANCISCO