Cinco cuadras debía caminar desde mi apartamento de entonces para conocer al hombre que me habían dicho enfáticamente “tenía” que conocer. Estaba citada en el primer local de una librería, Prólogo. No sabía que el librero se convertiría en uno de mis grandes amigos, ni que moriría antes de tiempo, para mi gusto.
Era un reto despedir a Mauricio Lleras, el amigo, el librero. Y aunque era natural reunirnos en la librería, para hacerlo era doloroso entrar y distanciar la memoria del último momento real. Quedaba atrás la ilusión del reencuentro, de escuchar su voz definida, de sentir su abrazo y empezar la tertulia. Nos encontramos en un rito de homenaje. El dolor individual se evidenció colectivo. Sin conocernos, sin tocarnos, creo que nos abrazamos. El espacio estaba intacto. El caos, el orden, las novelas del alma y las otras, las sillas Wassily, la foto del viejo de sombra larga mirando el reloj.
Allí estaba el padre y filósofo Vicente Durán, quien respetando creencias y ateísmos explicó su mirada: “Los funerales tienen sentido porque esa vida ha concluido su paso por este mundo y sacan a esa persona del espacio y el tiempo y la ponen en una dimensión espiritual que trasciende, que va más allá de los crímenes crueles de nuestro entendimiento”. Entonces recordó a San Juan: “El sepulcro vacío es un símbolo de que el destino del amor no puede ser un sepulcro”. Finalmente nos invitó a recordar y proyectar a Mauricio Lleras. Un ejercicio que me tiene pensando.
Primera parte. Recordar. Del latín, re (‘de nuevo’), y cordis (‘corazón’): “volver a pasar por el corazón”. No es tan simple como pensarlo. Dijo.
Mauricio Lleras, el amigo, se queda conmigo. Mauricio Lleras, el librero, puso un reflector fuerte sobre el valor de la curiosidad y la apertura a la aventura.
Mauricio Lleras era un hombre impecable. Claro en las ideas y preciso en las palabras. Cada usted era un abrazo real; cada mensaje, una reflexión, y cada oportunidad, una invitación al humor serio.
Supe de un gran lector que decidió evitar distraerse con novedades, así que hizo una relación matemática entre su velocidad de lectura y los años que le quedaban de vida para obtener la lista de libros que leería a partir de ese momento. La vida útil es breve.
Este librero era “la lista” de las obras indiscutibles, pero también la “lista” de las sorpresas imperdibles. “Lea esto”, casi ordenaba mientras caminaba la librería y sacaba libros de las estanterías que ponía en mis manos. Dejaba escapar otro telegrama vocal argumentando: “Es bellísimo. Bien escrito. Le va a gustar”. Después, con un café, vendría el resto de la conversación. Pero este caballero tenía una tercera lista, la “no lista”, aquellos libros malos, que los hay bastantes, y que se negaba a incluir en los anaqueles. Era serio en el oficio, no estaba para complacer tonterías.
La mejor definición de Prólogo me la entregó el propio Lleras en una recomendación: “Aquí solo tienen derecho de ciudadanía la literatura, el arte y la amistad”. Estas palabras están en el diario de otro librero, Edmond Charlot, que existe en la novela Nuestras riquezas, de Kaouther Adimi. Esa es la magia de la casa de la esquina de la carrera quinta con sesenta y siete en Bogotá. Un lugar real.
Segunda parte. Proyectar. También del latín, proiectare, en este caso, desde el significado de hacer visible sobre un cuerpo o una superficie la figura o sombra del otro, precisó Durán. Mauricio Lleras, el amigo, se queda conmigo. Mauricio Lleras, el librero, puso un reflector fuerte sobre el valor de la curiosidad y la apertura a la aventura para exponerse emocional e intelectualmente a descubrir la belleza y el talento humano desde las letras, consecuencia de ese dialogo único, sin autor, y muy íntimo, del lector con las historias. Sin perder el tiempo, ni leer pendejadas.
Recordar y proyectar. Dos oportunidades justas para un hombre memorable.
MARTHA ORTIZ