Lentamente me empecé a sentir avergonzada. Había empezado a caminar observando con entusiasmo, pero a medida que avanzaba sentí también sorpresa, tristeza y al final vergüenza. ¿Cómo había olvidado esa imagen? ¿Cómo no había visto aquella otra? ¿Dónde estaba yo en ese momento? ¿Qué me ocupaba? Necesitaba entender para comprender la incomodidad que sentía conmigo misma.
La exposición mostraba una colección de las exploraciones que por 60 años habían hecho en video artistas mundialmente celebrados. La exhibición se llama ‘Signals: How Video Transformed the World’ (‘Señales: cómo el video transformó el mundo’, en el Moma (Museo de Arte Moderno de Nueva York).
El video es un lente crítico social contundente con alcance global. Un idioma universal. Encontré imágenes conocidas, olvidadas y nuevas. Las primeras revivían mis asombros y las reflexiones del momento, las segundas me sorprendían de nuevo y causaban sensaciones, y las terceras me alteraban porque correspondían a una realidad difícil en algún lugar del mundo que sentía que yo había pasado por delante y requerían solidaridad y meditación.
Recordé imágenes de mi país, aquellas conocidas y públicas. Omayra Sánchez. Tan solo escribir su nombre encoge el corazón. Siento recordar su voz, la imagen del fotógrafo francés Frank Fournier, donde su bello rostro de tan solo 13 años se transforma, y mientras sus crespos se mantienen y sus pequeñas candongas la decoran, sus manos se fruncen en la humedad y sus ojos parecen teñirse de café barro, pero al mismo tiempo no olvido cómo adquieren una profundidad infinita.
Agradezco la memoria, natural y fomentada, esa que se propone en los museos y Casas de la Memoria.
Pensé también en esas que se ven por el oficio del periodismo pero no se publican por respeto a la dignidad de las personas, incluso cuando existe maldad atroz en sus protagonistas, o porque lamentablemente no se tiene quien confirme la información para publicar. Visualicé una: unos jóvenes sentados entre muros y escaleras en un patio interno mínimo de una casa en Medellín. Miraban sus celulares con naturalidad, pero en el suelo, sobre la baldosa porcelanizada, estaba un cuerpo sin vida cubierto totalmente en película transparente de plástico. Son el tipo de fotomensaje que se mandan entre combos cuando están en guerra, pero nadie se adjudicó el ‘muñeco’. La injusticia y el dolor archivados.
Rememoré momentos. Cuánto se hace desde el periodismo, y como personas, si se trabaja por la dignidad humana aunque los rankings de consumo los marquen en general la farándula y el fútbol y pocos s lo reconozcan. También valoré el olvido y agradecí la memoria alegre, que hace contrapeso y cuando se evoca es recurso del corazón y la mente. De los sueños.
La memoria es un proceso de retención sobre el tiempo. No solo ofrece recuerdos, también entendimiento y contexto que traen perspectiva y criterio. Algunas veces requiere valor. En el caso de la memoria colectiva puede, además, crear vínculos emotivos e inteligentes para afrontar unidos el presente y proyectar el futuro.
Celebro la memoria natural y la fomentada, esa que se propone en los museos y Casas de la Memoria, en el ejercicio de la Comisión de la Verdad, o la que se puede conquistar formando a los niños con excelencia en historia. Se necesita su contrapeso para asumir los retos políticos del presente. Cuando Netflix lanzó la serie Narcos notamos con claridad en Medellín el equilibrio de los adultos víctimas de la cultura mafiosa ante la serie, mientras renacía la seducción de los niños. Sin memoria, fácilmente el héroe es el villano.
La exposición es excepcional. Pienso en mí. Si tanta información nos satura, si la evadimos intencionalmente para sobrevivir o simplemente nos acostumbramos a ella. ¿Cuántas consideraciones ha generado esta semana el video del tiroteo de banco de Louisville? ¿Cuántas personas dejarán las zonas de riesgo del nevado por ver a Omayra? Memorias mías.
MARTHA ORTIZ