Comparto las críticas que proliferan en contra del Mundial de Fútbol que arranca hoy en el pequeño emirato de Qatar. Enclavado en una apretada península del sur del Golfo Pérsico, con casi cien veces menos superficie que Colombia pero con gigantescas reservas de petróleo y gas que le generan decenas de miles de millones de dólares al año y lo convierten en la nación con el mayor poder adquisitivo por habitante del planeta, sus líderes están muy orgullosos de acoger el Mundial. Pero aparte de ello, tienen mucho de qué avergonzarse.
En Qatar es mínimo el respeto por los derechos humanos. Las mujeres necesitan el permiso de un tutor masculino para casarse, trabajar o viajar al exterior. Las comunidades gais y los diferentes grupos LGBTI son perseguidos de manera sistemática. Y el trato a los miles de trabajadores inmigrantes que construyeron los estadios para el Mundial rayó en el esclavismo.
Pero además, hay nutrida evidencia de los sobornos que fueron pagados a los del comité ejecutivo de la Fifa, para que el emirato se quedara con la sede. Varios documentales –como ‘Los entresijos de la Fifa’–, en Netflix y otras plataformas, ilustran el caso con sobrada evidencia.
Son muchas las voces que invitan a boicotear el torneo, de la única forma en que quienes amamos el fútbol podemos hacerlo: absteniéndonos de ver los partidos. Yo dejaré de seguir la mayoría, pero no aquellos en que juegue Lionel Messi. Simple y llanamente, no soy capaz de dejar de ver los últimos encuentros profesionales –los últimos pases, las últimas fintas, los últimos disparos– del mejor, más completo y más interesante jugador de la historia. Un delantero único e irrepetible, y un notable ser humano.
Pero hay algo en esta ofensiva anti-Qatar que me pone a pensar. Hace 4 años, el Mundial se celebró en Rusia. Para ese momento, Vladimir Putin hace rato se había convertido en un sátrapa que ha perseguido, encarcelado y desaparecido a miles de opositores, ha tratado con singular crueldad a las líderes feministas, ha cerrado cientos de medios de comunicación y ha envenenado –incluso hasta matarlos– a decenas de sus críticos que lograron exiliarse.
Todo eso ya pasaba hace 4 años. Y si bien Putin no había desatado entonces la criminal invasión a Ucrania, ya se había apropiado de Crimea, con una mezcla de maniobras militares y políticas en las que, como suele hacer, combinó sus ínfulas imperiales con sus prácticas de capo mafioso.
¿Y qué decir de China, sede de los Olímpicos de Invierno en febrero pasado? Se trata de una dictadura que, después de los esfuerzos de apertura en tiempos de Deng Xiaoping, ha reducido a mínimos la tolerancia a la crítica, la libertad de expresión, la libertad de cultos y el derecho a disentir, ahora que Xi Jinping ha concentrado más poder que ningún líder chino desde Mao. Miles de presos políticos pasan años, incluso décadas, en detención.
A quienes en estos días se les ha llenado la boca con severas críticas al minúsculo emirato de Qatar, no los escuché protestar contra el Mundial de Rusia ni contra los Olímpicos de China. Tampoco les he leído artículos pidiendo que los equipos deportivos de Cuba sean saboteados –como lo eran los de Sudáfrica en tiempos del ‘apartheid’–, por la forma despiadada como la dictadura comunista persigue y encarcela a los opositores.
Qatar obtuvo la sede a punta de juego sucio. Pero tampoco es muy limpia la doble moral con que ahora lo juzgan. Claro que nada de eso justifica lo que pasa en el emirato. Desde los Olímpicos de 1936 en la Alemania nazi y el Mundial de Fútbol de 1978 en la Argentina del dictador Videla, los grandes eventos deportivos han servido muchas veces para lavarles la cara a los regímenes totalitarios. No dejemos de recordarlo mientras nos rasgamos las vestiduras por el Mundial en Qatar.
MAURICIO VARGAS