Sé de muy buena fuente que la Fiscalía General se disponía a llamar a interrogatorio a un exfuncionario del gobierno de Ernesto Samper, por los seguimientos y la intercepción ilegal de comunicaciones que Álvaro Gómez Hurtado sufrió en las semanas previas a morir asesinado –junto con su escolta José del Cristo Huertas– a las puertas de la Universidad Sergio Arboleda, en Bogotá, en noviembre de 1995. Que justo cuando eso iba a ocurrir, de la nada aparezcan dirigentes de las Farc a atribuirse el magnicidio, cuando jamás ese grupo terrorista había aparecido en las pesquisas, es algo que dispara todas las sospechas.
Tras convertirse en la voz más crítica en contra de Samper, y repetir que, aunque el presidente no se iba a caer, no podía seguir en el poder, Gómez era objeto de un celoso seguimiento del Gobierno. De hecho, la Casa de Nariño manejaba en esos días versiones según las cuales Gómez había sido aproximado por personas que planeaban un golpe de Estado. Hoy está claro que Gómez siempre rechazó ese tipo de propuestas, pero también lo está que el Gobierno de entonces lo creía vinculado al complot. Es muy extraño que esos seguimientos y esa creencia nada hayan tenido que ver con el asesinato.
Desde tiempos del proceso 8.000 –que, con Jorge Lesmes y Édgar Téllez, cubrimos en detalle desde ‘Semana’– y en especial un año después del magnicidio, cuando una fuente del cartel del norte del Valle nos contó de la interlocución que mantenía con alguien del gabinete de Samper, comenzamos a sospechar que esos mafiosos estaban metidos en el magnicidio. En especial cuando la fuente dejó entrever que el tema de Gómez y del golpe de Estado había sido tocado en esos os, y que del Gobierno les habían dicho que tras el golpe, todos los capos serían extraditados.
Poco sabíamos de esto cuando Lesmes, Téllez y yo publicamos ‘El Presidente que se iba a caer’, nuestro libro sobre el 8.000. Pero luego se multiplicaron los indicios. Con los años, y tras conversar muchas veces con la familia del líder asesinado, mis sospechas aumentaron.
El presidente de la Comisión de la Verdad, el padre Francisco de Roux, ha dicho que les cree a las Farc. No ha dicho por qué lo hace, sin siquiera pedirles pruebas. Quizás porque la triste misión de esa comisión, creada por el acuerdo Gobierno-Farc en 2016, sea la de dar por cierto todo lo que digan los criminales.
¿Por qué las Farc se atribuirían el magnicidio si no lo cometieron? Primero, porque a sus líderes nada les pasa si asumen incluso el peor de los crímenes y piden perdón por él: así es el acuerdo de La Habana. Y, segundo, porque los beneficiarios de esta jugada –personas que han sido señaladas por la familia Gómez y por las indagaciones, y quedarían así exculpadas– tienen muy buenas relaciones con los exguerrilleros. Esos favores jurídico-criminales no son nuevos en el país: en los 90, sicarios del cartel de Medellín condenados a la máxima pena asumieron crímenes de otros porque al hacerlo, su condena no aumentaba y, a cambio, recibían millonarios pagos de los exculpados.
Es verdad que las Farc odiaban a Gómez desde que, a inicios de los 60, denunció en el Congreso las repúblicas independientes como Marquetalia, donde nació esa guerrilla. Pero que lo hayan matado en 1995, y no lo hayan reivindicado entonces como el gran triunfo criminal que era para ellos, sino 25 años después, justo cuando las investigaciones avanzan en otra dirección, lleva a pensar que quizás, aunque hayan dejado de matar, estos personajes siguen diciendo mentiras.
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¿Rebrote? El aumento esta semana de las cifras de contagios de covid-19 lleva a preguntarse si el país va hacia un rebrote de la pandemia, antes de lo esperado. Urge estar atentos a las cifras de la semana que viene.
MAURICIO VARGAS