A veces, leer un libro por segunda vez es un acto de magia que transforma el texto de la primera vez en algo nuevo. Eso me acaba de pasar con Baudolino, la novela de ‘detectives’ del siglo XII, escrita por Umberto Eco hace 25 años.
Los hechos y personajes son ficticios; las circunstancias, históricas. No les voy a dañar a los lectores la intriga, así que no contaré quién mató al emperador Federico Barbarroja, ni cómo lo hizo. Trataré, en este espacio breve, de describir algunos personajes y hechos que, en esta segunda lectura, me pareció reconocer en nuestros tiempos.
El personaje central, Baudolino, era un niño campesino de Alessandria, Piamonte (Eco nació ahí mismo ocho siglos después). Le cayó en gracia a Federico Barbarroja, quien lo adoptó, lo mandó a La Sorbona, y lo convirtió en su consejero y confidente. Baudolino era un mentiroso consuetudinario; Federico lo sabía, pero le gustaban más sus mentiras que las verdades de otros.
En su estancia en París, Baudolino conformó un grupo que lo acompañó en las tareas que el emperador le encomendó. La más importante fue organizar un viaje al reino del Preste Juan, leyenda de aquellos días que se mantuvo por siglos. El obispo Otón de Frisinga, tío de Federico, se la inventó. El preste Juan era sacerdote y rey de un reino utópico en el que todo era abundante, bueno y justo. Utopía etimológicamente significa un ‘no lugar’, es decir, un lugar que no existe; por tanto, el sitio que uno debe buscar.
Baudolino era un mentiroso consuetudinario; Federico lo sabía, pero le gustaban más sus mentiras que las verdades de otros.
Baudolino y sus amigos escribieron una carta de invitación ‘firmada’ por el preste Juan. Carta que motivó la gran expedición. Necesitaban un mapa y lo dibujaron. No invitaron a un geógrafo sino a un teólogo (cambiaron los requisitos del cargo), porque obviamente el mapa debía tener la forma del tabernáculo descrito en las escrituras. Efectivamente así resultó el mapa, con el techo lleno de estrellas, un respaldar de montañas infranqueables y un valle surcado por los tres grandes ríos, Tigris, Eufrates y Nilo, que corrían paralelos y desembocaban en el mismo mar.
Tenían que llevarle al preste Juan un regalo de valor incalculable. Se decidieron por la más valiosa de las reliquias sagradas, el Santo Grial, el cáliz del que Jesucristo bebió vino en la última cena. El padre de Baudolino en su lecho de muerte comentó que Jesús era pobre y por tanto el Grial no debía ser una copa lujosa sino un modesto cuenco de madera. Así, tomaron el cuenco del moribundo y lo ‘nombraron’ Grial. Desde ese momento empezó a generar una inmensa paz y a despedir aromas exquisitos.
El mapa resultó muy útil; llegaron guiados por él a la provincia del diácono Juan, hijo putativo del preste. En esa provincia debieron esperar; era la tierra de Pndapetzim y estaba poblada de todos los entes que había descrito Plinio el Viejo. Gigantes cíclopes, pigmeos, sciápodes de un solo inmenso pie y que corrían a gran velocidad, blemas carentes de cabeza y con los ojos y la boca en el pecho, y más. Baudolino se enamoró de una hermosa e inteligentísima hipatia (en minúscula porque todas en su tribu se llamaban hipatia).
No llegaron al reino del preste porque los ‘Unos blancos’ invadieron Pndapetzim. No encontraron resistencia; los lugareños, mientras los esperaban, se pelearon entre sí a muerte, por diferencias sutiles en sus interpretaciones de doctrinas teológicas.
En resumen, la expedición imperial a la utopía inexistente fracasó. Fue motivada por una invitación que ellos escribieron y guiada por un mapa que ellos dibujaron. Todo lo que el mapa predijo lo encontraron, porque solo veían aquello que antes habían imaginado. Los protegió en el camino la más sagrada de las reliquias, que ellos mismos inventaron (el cáliz del Salvador, pero pudo ser la espada del Libertador).
Me suena a historia conocida.
MOISÉS WASSERMAN