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Identidades: atrás como cangrejo

Se ha venido imponiendo la posición de que para luchar por derechos hay que diferenciar identidades.

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La semana pasada leí un artículo del periodista Paul Kix sobre su propia experiencia. Es un liberal convencido. En el año 2007 encontró el amor de su vida, Sonya, periodista también; se casaron y tienen tres hermosos hijos. Él es blanco, ella es negra. Sintieron que su unión no solo era un acierto en sus vidas (todavía lo sienten), sino que además contribuían al avance del mundo.
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Lo impensable le pasó recientemente. Ha recibido mensajes con dudas sobre su capacidad para criar a sus hijos, por ser blanco. Aparentemente su ‘identidad’ les parece a algunos incompatible con la crianza de niños de madre negra, sus hijos.
En diciembre de 1948 se expidió en las Naciones Unidas la Declaración Universal de Derechos Humanos. Fue el resultado de siglos de luchas filosóficas y políticas, de guerras y revoluciones. En su segundo artículo dice: “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”.
Muchos creímos y creemos firmemente en ella. Pensamos que es el mayor avance moral de la humanidad. Durante años (con oposiciones y contradicciones, como es natural) la adhesión a esos principios liberales de igualdad creció en muchas sociedades humanas. Es obvio que hay identidades diferentes, pero la intención es que las personas se encuentren y se relacionen haciendo caso omiso de sus identidades. No es una ilusión, es una posibilidad real y nos hemos acercado, aun con altibajos.
Ese tipo de teorías han venido progresando en una academia que se llama progresista, pero que es profundamente retrógrada e iliberal.
Pero recientemente se ha venido imponiendo la posición de que para luchar por derechos hay que diferenciar identidades, que la solidaridad cruzada, la igualdad general, es un imposible. Es un retroceso escalofriante. La lucha dejó de ser para que todos seamos iguales y se convirtió, al revés, en combates ‘porque todos somos distintos’.
Hay filosofías que surgen, crecen y se fortalecen simplemente porque mantienen alguna coherencia interna, sin necesidad de hacer una contrastación con otras, o con la historia, o con ramas diferentes como la moral. Así es como, por ejemplo, el profesor Ibram X. Kendi, de la Universidad de Boston, puede escribir: “El único remedio para la discriminación del pasado es una discriminación en el presente; y el único remedio para la discriminación en el presente será la discriminación en el futuro”.
Ese tipo de teorías han venido progresando en una academia que se llama progresista, pero que es profundamente retrógrada e iliberal. Kimberlé Crenshaw, profesora de Derecho en la Universidad de California en Los Ángeles y en la de Columbia en Nueva York, propuso un nuevo concepto, la “interseccionalidad”, en un artículo de 1989 que subtitulaba “Crítica a la teoría feminista y a las políticas antirracistas” (sí, así, no es un lapsus).
La interseccionalidad señala la existencia de innumerables ejes de división: raza, sexo, clase, sexualidad, identidad de género, religión, salud mental, tamaño corporal y lo que imaginen. Conforman una matriz, un sistema de capas complejas de dominación. Todos son oprimidos por alguien y opresores de algún otro. No es igual el nivel de opresión de una mujer si es blanca que si es negra, y es diferente entre una negra hetero y una lesbiana, y entre la lesbiana y la trans, la gorda y la flaca y así ad infinitum. Para ella, siempre existen prejuicio y opresión.
Aquel lema del siglo pasado “proletarios de todo el mundo, uníos” ahora sería “proletarios, proletarias y proletaries de mi rincón de mundo, uníos”. Y tampoco; porque en mi rincón el norte es distinto al sur, y porque bajo esta visión de mundo unirse es exactamente lo contrario a lo que se quiere hacer.
MOISÉS WASSERMAN

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