Según la Ocde, Colombia es el tercer país con más jóvenes que ni estudian ni trabajan. Desde hace algunos años la educación superior se encuentra en crisis porque ha disminuido el número de jóvenes que aspiran a tener una formación profesional, pues cada vez son más los medios tecnológicos que les permiten un ingreso económico sin necesidad de ella y el mercado laboral se ha reducido tanto que se ha precarizado a los profesionales. Las universidades han salido a buscar a los estudiantes y convencerlos de que el camino académico puede ser el que más se alinea con sus expectativas y sueños, pero se han volcado tanto a solventar lo que los jóvenes quieren que han descuidado lo que necesitan.
La disminución y eliminación de programas del Estado que apoyen la educación ha hecho que muchas universidades empiecen a diversificar ingresos creando servicios dentro y fuera de los campus que en muchos casos ya no están ligados con la educación. Las universidades, en general, están en crisis porque se han reconocido a sí mismas como mercado y no como lugar de resistencia social, construcción de proyectos de vida y transformación de la sociedad, y ese ejercicio de desligarse de su objeto social o de entender que un aula ofrece más que conocimientos, puede llegar a marcar su fin.
Algunos jóvenes sin recursos optan por tener una formación técnica que en poco tiempo los arroje al mercado laboral, y algunas universidades han apostado por crear más cursos virtuales que formen en competencias y conocimientos específicos, pues consideran que los jóvenes no están buscando un título. Sin embargo, en esta celeridad se desconoce que las universidades no tienen como finalidad instruir a sus estudiantes en conocimientos específicos obsoletos, sino que desarrollan un modo de pensar y entender los problemas de cada profesión.
Las universidades, en general, están en crisis porque se han reconocido a sí mismas como mercado y no como lugar de resistencia social, construcción de proyectos de vida y transformación de la sociedad
Como muchos jóvenes y empresas desconocen el poder del pensamiento, la reflexión y las miradas estratégicas, optan por soluciones técnicas que generen ingresos rápidos, pero que no aseguran un futuro para ninguno de los dos, pues, igual, los empleadores ignoran estas formaciones menores a la hora de brindar una remuneración digna y justa.
Por otro lado, aunque el mundo reclama una formación cada vez más individualizada que acompañe a cada estudiante a comprender cómo desde su diversidad puede aportar a los diferentes campos de conocimiento, asunto que también se solventa con carreras virtuales o grupos reducidos, se pierde la capacidad de desarrollo de competencias como el trabajo colaborativo y el sentido de gregariedad necesario para la construcción de comunidad y sentido de pertenencia con las instituciones y el país, que parece perdido de la psique juvenil.
Así pues, las universidades, guiadas por la sensación de crisis ante las bajas en natalidad y en número de inscritos para sus carreras, parecen cada vez más lejanas de su rol para articular el sector público y privado con las investigaciones. La academia se ha quedado haciendo tesis y trabajos de grado que sirven solo para alimentar el ego de quienes se dedican a consolidar su torre de marfil, pero que desconocen, desconectan o no aportan a lo que el país reclama con ansias.
El mundo y los jóvenes pedimos celeridad, rapidez e ingresos. Las universidades están prestas a transformarse para acomodarse a esas necesidades, pero vale la pena preguntarse si eso es lo que los jóvenes y el mundo realmente necesitan. La educación superior necesita reencontrarse en su misión y reconocer que pueden aportar al desarrollo de competencias socioemocionales, a la transformación y conexión de la academia y la tecnología con el país agro que los sostiene, y proveer a la sociedad el espacio de pausa, diálogo y reflexión del que tanto carecemos.
ALEJANDRO HIGUERA SOTOMAYOR