A Robert Dahl se le conoce no solo por ser uno de los pocos intelectuales norteamericanos en recibir una medalla de bronce por su labor militar, sino sobre todo por dejarnos la definición del concepto de ‘poder’, que quizás goza de mayor legitimidad entre los siempre recelosos círculos académicos.
Para Dahl, un sujeto, llamémoslo A, tiene poder sobre otro, llamémoslo B, cuando A puede hacer que B haga algo que de otra forma no haría. Por ejemplo, un presentador como Tucker Carlson, otrora estrella de ‘Fox News’, tiene poder sobre un grupo de ciudadanos toda vez que cuenta con las herramientas para que estos piensen algo que normalmente no pensarían, como que las ‘élites liberales’ pretenden reemplazar a la raza blanca norteamericana. Otro ejemplo: el presidente de un partido político (¿llámese Liberal?) tiene poder sobre sus congresistas en la medida en la que, al amenazarlos con sanciones, puede hacer que voten de una forma en la que normalmente un liberal no votaría.
En política, por supuesto, las relaciones de tipo A-B no se limitan a las personas, sino que abarcan también a las instituciones. Así es, por ejemplo, la relación entre el ejecutivo y el legislativo. Ambas ramas cuentan con mecanismos –unos legítimos, otros ilegítimos y otros ambiguos– que le dan poder sobre su contraparte, es decir que les suministra herramientas para buscar que el otro actúe de una forma distinta a lo que normalmente haría, para ponerlo en términos de Dahl. Y en lo que a esta relación respecta, el pasado primero de mayo, desde el balcón presidencial, el presidente Petro dio a atender que está dispuesto a alentar a los movimientos sociales que lo apoyaron a salir a las calles a manifestarse, con miras a que el Congreso apruebe su ambiciosa agenda reformista. La siguiente es la pregunta que tiene el debate encendido, ¿es este un mecanismo legítimo o ilegitimo de ejercer presión sobre el Legislativo?
Antes, vale la pena echarles un vistazo a los demás mecanismos con los que cuenta el Ejecutivo para tal fin. Entre estos, los de mayor renombre son la asignación de cuotas en el gabinete y la adjudicación de recursos a las regiones de los congresistas que voten en sintonía con el Gobierno. Por otro lado, el Ejecutivo no es el único que cuenta con mecanismos para presionar al Congreso. El sector privado dispone nada más y nada menos que del ‘lobbismo’ y de las donaciones de campaña, las cuales ha usado con tanta destreza que prácticamente han sido los ejes rectores de la política pública en el país. Todo esto para decir que el meollo del asunto no radica en que se ejerza o no presión sobre el Congreso para buscar que actúe de esta o aquella manera. Ya existen mecanismos semejantes amparados por la ley, en ocasiones con ambigüedad y en otras con cinismo.
Pero la pregunta que esta columna ostenta como título sigue sin respuesta. La respuesta corta es ‘depende’. La respuesta larga es llamar a las calles para amenazar al Congreso por medio de violencia es antidemocrático porque nos devuelve a un estado en el que los conflictos se resuelven según la ley del más fuerte y no a través de mecanismos institucionales. Pero si se traduce en demostraciones masivas para expresar el apoyo o rechazo a una serie de reformas, estaríamos ante un mecanismo para ejercer presión sobre el Congreso, desde todo punto de vista, superior y más democrático a la mermelada, las donaciones de campaña y el ‘lobbismo’. Más aún, a diferencia de estos tres, las calles son un mecanismo que opera a la luz de la opinión pública y activa el debate entre distintos sectores de la sociedad. Por último, nada más positivo para la democracia colombiana que el pueblo se manifieste de manera periódica en lugar de que persista la actual dinámica, cada vez más parecida al célebre cuento de Augusto Monterroso: cada cuatro años el pueblo se despierta y el dinosauro todavía sigue allí.
SANTIAGO VARGAS ACEBEDO
En Twitter: @vargas_acebedo