A donde fuera –al aeropuerto, a un consultorio médico, a una funeraria, a una misa de aniversario, a un laboratorio clínico, a una sucursal bancaria–, mi padre siempre llevaba un libro. Es cierto que en esa biblioteca en la que pasaba tantas horas al día tenía volúmenes enormes, como esos tomos de Don Quijote de la Mancha con ilustraciones espléndidas de Gustave Doré, pero también había alimentado a lo largo de los años colecciones de libros de bolsillo de los que se valía, precisamente, para no sentirse desamparado cuando salía de casa. Como quien tiene la tranquilidad de lanzarse a la calle, paraguas en mano, cuando el cielo comienza a nublarse y teñirse de gris.
Esa fue, sin duda, una de las lecciones más útiles que recibí de él: la de andar por el mundo –y en especial por el mundo de los despachos públicos y de las salas de espera– con esa suerte de seguro de vida que es un libro: un seguro contra el aburrimiento, un seguro contra el desespero, un seguro contra la angustia y el dolor de andar perdiendo el tiempo...
¡Si al menos se pudiera encontrar algo interesante en los revisteros de las salas de espera de los médicos! Pero no.
Porque la cita estaba programada a las tres, y ya son las cuatro y media, y nada que me hacen pasar. Porque hay doce o trece personas antes que yo en esa larga fila para realizar un trámite que no se explica uno por qué no se puede hacer de manera virtual.
¡Si al menos se pudiera encontrar algo interesante en los revisteros de las salas de espera de los médicos! Pero no. Allí van a parar los catálogos de los laboratorios farmacéuticos, revistas científicas que suelen tener unas fotografías aterradoras de pacientes que sufren algo similar a aquello por lo cual hemos ido a ver al médico y, en algunos casos, revistas de farándula tan viejas y desactualizadas que las divas y los galanes de entonces ya gozan de buen retiro.
Para eso está el celular, dirán algunos. Sobre todo aquellos que no se cansan de ver las dramatizaciones de chistes flojos y que, por cierto, no tienen la precaución –aunque, más bien, debería decir la educación– de ponerse unos audífonos para no molestar a los demás: a los que no le temen al silencio, a los que quieren tomarse una siesta exprés y a los que queremos probar suerte con la controvertida vegetariana de la Nobel surcoreana Han Kang o disfrutar una vez más con las aventuras de ese emprendedor soñador y obstinado llamado José Arcadio Buendía.