Han sido noticia reciente protestas estudiantiles reclamando moderación en el reajuste de matrículas universitarias del sector privado, tema que amerita reflexión profunda. Mientras universidades argumentan que alta calidad educativa requiere reajuste mínimo a ritmo inflacionario (6 % en 2021 y 12 % en 2022), padres y estudiantes ven bolsillos tensionados enfrentando costos de matrícula promediando $ 15 a $ 22 millones/semestre y, en medicina, hasta $ 31 millones.
El mineducación terció en debate sugiriendo que las universidades deberían plegarse a reajustes que no superen ritmo inflacionario. Y él bien conoce que sus costos variables (70 %) están atados a salarios profesorales, a pesar de estos haberse congelado en 2020. Pero ahora deben nivelarse para evitar el deterioro en el poder adquisitivo de largo plazo. Además, se venían haciendo cuantiosas inversiones para escalar en el ‘ranking’ universitario internacional, mientras caía el número de matriculados. Esto último debido a efectos demográficos y a la deserción hacia alternativas a tradicionales cartones universitarios.
He ahí la complejidad: ¿cómo mantener la alta calidad universitaria a nivel global enfrentando abultadas nóminas Ph. D., achicamiento relativo en demanda y costos variables elevados? Recordemos que el profesorado universitario ha “invertido” en educación 12 años (incluyendo pregrado y maestrías). Varios de ellos han tenido que recurrir a costosos créditos, están levantando familias y su futuro no está aún asegurado. El mundo de “publicar o perecer” es exigente.
Pero equilibrar la oferta educativa de alta calidad con una frágil demanda de los hogares también requiere reducir la incertidumbre profesional a estudiantes en formación. En abril de 2021 explicaba que algunas directivas cometían un error al no “tomarse la medicina” que prescribían frente a los llamados “contratos incompletos” (aquellos que no especifican costos futuros en servicios como educación o salud). El sentido común dictaría que si los estudiantes se vinculan a programas de largo aliento, sus padres deberían poder planificar costos atados a inflación, evitando sorpresas institucionales cobrándoles inversiones a cohortes que ni siquiera disfrutarán de ellas.
Así, reajustes de matrícula por encima de la inflación deberían afectar solo a aquellos que están ingresando en ese momento al colegio o al programa universitario. De esta manera, estudiantes y padres sabrían que el costo de su educación está determinado por lo que ocurra con los costos variables que están atados a la inflación. Y la buena noticia es que Colombia ha comprado un buen seguro antiinflacionario, escrito en nuestra Constitución, al tenerse un Banco de la República encargado de contener esos costos inflacionarios.
Este problema de “contratos incompletos” no se limita al sector educativo, sino que tiene serias incidencias en los de salud prepagada. Varios premios nobel de economía han propuesto solucionar esta ambigüedad a través de precisar los ajustes referidos a longevidad y género. Las EPS han venido usando estos factores como excusas para disparar sus cánones por encima de la inflación, reduciéndose así la capacidad adquisitiva real respecto de la canasta de los servicios (hoy representando un 40 % del total).
Tanto contratos de salud como de educación supuestamente usan criterios de “libertad vigilada”, pero la Supersalud había optado por no actuar, aduciendo que solo afectaba a 2 % de la población. Esta actuación revela algo de miopía del Estado y de EPS, pues los disparos tarifarios terminan achicando el mercado y elevando los costos de la siniestralidad. Algo similar ocurrirá con el estamento universitario si el tamaño de los matriculados disminuye y se incrementa la incertidumbre contractual, poniendo en riesgo la calidad de estos servicios tan vitales para Colombia.
SERGIO CLAVIJO