La semana pasada, un amplio grupo de espíritus ilustrados se unió en protesta contra la censura de libros en las bibliotecas públicas de varios estados de la Unión Americana, principalmente Florida y Texas.
Por decisiones políticas salpicadas de moralina tartufiana, las autoridades educativas de estos y otros estados este año renovaron con feroz energía la censura contra libros de contenido racial, político o sexual, aunque no exclusivamente.
El nuevo embate contra la inteligencia ha estado impulsado por líderes políticos como Ron DeSantis en Florida y Greg Abbott en Texas. Según un estudio del PEN Club, más del 40 % de los libros prohibidos en el país tuvieron lugar en las escuelas y bibliotecas públicas de estos dos estados. En Florida, del verano de 2021 al de 2022, prohibieron un poco más de 200 libros; de julio a diciembre de 2022, añadieron a la lista 357 libros más.
En la lista hay títulos que uno supondría que un político mojigato sentiría la necesidad de censurarlos, pienso en Gender Queer: A Memoir, de Maia Kobabe, que narra la transición de género sexual de la protagonista.
El factor común de estas atrocidades es el encumbramiento de la ignorancia.
Pero el celo de los censores no se agota en libros que tratan temas controvertidos por su contenido sexual. En algunos pueblos de Texas han prohibido, por ejemplo, La Biblia para principiantes o Johann Gutenberg y la imprenta. Y en distritos escolares donde predomina el racismo han prohibido obras de gran calado literario como Beloved y The Bluest Eyes, dos obras maestras de la ganadora del Premio Nobel de Literatura en 1993, Tony Morrison.
La problemática costumbre de intentar suprimir la libre circulación de los libros no es nueva, y tampoco lo es la celebración de la semana de protesta contra la censura. En 1981, durante la presidencia de Ronald Reagan, el reverendo Jerry Falwell, fundador de la Mayoría Moral, encabezó la cruzada antiintelectual, al sostener que “muchos libros de texto están pervirtiendo la mente de millones de estudiantes... con contenidos que niegan las filosofías que hasta ahora se les han enseñado”.
La lucha de fondo de Falwell era contra el humanismo secular que sostenía que los seres humanos podían definir su propia moralidad sin valerse de la religión. A su juicio, el secularismo atentaba contra la religión, minaba el patriotismo, exageraba el racismo histórico y desorientaba a los jóvenes sobre su identidad sexual.
40 años antes, en 1939, Las uvas de la ira, de John Steinbeck, ese imprescindible libro que narra el calvario de los inmigrantes durante la Gran Depresión, no solo fue censurado sino quemado en un pueblo de Illinois por estar escrito con un “lenguaje vulgar”.
Es evidente que la censura de los libros no se inventó en Estados Unidos. La destrucción de la asombrosa Biblioteca de Alejandría se debió al fanatismo religioso islámico, y en 1500, el fanatismo católico inspiró el Auto de Fe en Granada, confiscando libros y encarcelando a musulmanes. Los libros sobre magia y cábala, los clásicos de Ovidio, Cátulo, Dante y Platón fueron quemados en la hoguera de las vanidades ordenada por el fraile Savonarola, y fray Juan de Zumárraga hizo su hoguera con códices mayas y aztecas en 1530. En la Alemania nazi, durante la quema de libros ordenada por Joseph Goebbels se destruyó la obra de más de 5.500 autores.
Desde mi punto de vista, el factor común de estas atrocidades es el encumbramiento de la ignorancia. Imagine por un momento la visión de la historia que tendrá un niño educado en Florida, donde el gobernador Ron DeSantis ha “reformulado la esclavitud en Estados Unidos, como una especie de escuela de oficios”, según ha resumido magistralmente la filósofa Susan Neiman, directora del Einstein Forum en Berlín.
SERGIO MUÑOZ BATA