Las encuestas acertaron, y Andrés Manuel López Obrador (AMLO) ganó la presidencia de su país porque la mayoría de los votantes creyeron en su promesa de que va a cambiar el país y a erradicar la corrupción. Ahora le toca cumplir la promesa más hiperbólica jamás hecha en la historia política de México: forjar una cuarta transformación histórica de la nación, en línea con la revolución de independencia de 1810, la reforma liberal de 1867 y la Revolución de 1910.
Los tres fueron momentos trascendentales en los que se rompió el orden establecido y se redefinió la identidad nacional, pero con un costo enorme en vidas humanas, dislocación económica y polarización política. Peor aún, un nuevo orden casi nunca fue afortunado.
El movimiento que liberó a México de España es digno de celebrarse, pero también hay que reconocer que por más de una década, el país se desangró, se dividió, y que al final no se construyó una nación de leyes e instituciones democráticas.
La segunda gran transformación de la que habla López Obrador, la Reforma, fue un movimiento encabezado por Benito Juárez, elegido presidente en 1861. Su misión era restablecer el orden en la agobiada república, pero sus logros no duraron mucho y la democracia no arraigó en el país. Cuatro años después de su muerte, otro liberal se apropió del poder durante más de 30 años.
La tercera transformación histórica que AMLO pretende emular es la Revolución de 1910, que puso fin a la dictadura de Porfirio Díaz. Otro trastorno en el que murieron al menos un millón de personas y que condujo a un régimen antidemocrático de un solo partido que duró 70 años.
¿Podrá López Obrador transformar el país sin más rupturas? Cuando se le piden explicaciones, sus respuestas son inescrutablemente vagas, pero eso no parece importarles a sus seguidores, que creen en él con un celo casi religioso y esperan que el milagroso mesías haga historia.
López Obrador ha prometido erradicar, no mitigar, la corrupción a través del ejemplo moral de su propia incorruptibilidad. El núcleo de su apoyo proviene de jóvenes hartos de la violencia y la inseguridad, que resienten profundamente la corrupción de los dos partidos tradicionales que han tenido el poder en México. Pero, observando a las personas que lo rodean en su coalición política, una mezcla impresentable de políticos de la vieja guardia del Partido Comunista, un pequeño partido evangélico de extrema derecha, algunos de los líderes sindicales más corruptos en la historia de México y un nutrido grupo de ‘apparatchiks’ del PRI y el PAN, es difícil creerle.
Su discurso sobre política exterior es desalentador. ¿Qué significa decir que “la mejor política exterior es una buena política interna”? Da vergüenza escucharlo declarar que su relación con Donald Trump será mejor que con Enrique Peña Nieto ¡porque Trump reconocerá su autoridad moral!
También me pregunto si su reafirmación de la doctrina de no intervención en los asuntos de otras naciones es una estrategia para no perturbar el régimen cubano por su horrendo historial en derechos humanos. Él ha declarado públicamente su profunda iración por Fidel Castro, a quien considera “el libertador de Cuba”.
Dados su temperamento explosivo y su tendencia a insultar y descalificar a quienes no concuerdan con él, temo sus seis años en el gobierno. Pero mis dos mayores preocupaciones son estas: ¿podrá implementar un cambio significativo sin causar más dislocación económica y polarización política en un país ya polarizado? ¿Qué pasará con las expectativas de los votantes cuando finalmente descubran que la corrupción, la impunidad y la desigualdad no fueron erradicadas en su mandato de seis años y que él, como el Gatopardo de Lampedusa, “cambió las cosas para que todo permaneciera igual”?
SERGIO MUÑOZ BATA