Uno de los problemas fundamentales del sectarismo, si no el problema fundamental, es que sus voceros y difusores no pueden aceptar ni reconocer la realidad: están impedidos, enceguecidos, obligados a filtrar los datos y las señales del mundo, que suelen ser caóticos y azarosos, muchas veces indescifrables y contradictorios, según la horma binaria y maniquea de su pensamiento que ya no lo es y que se parece más a una religión dogmática y revelada.
Por supuesto que todos tenemos nuestras creencias y delirios, nuestras obsesiones y fijaciones (aquí veo, por ejemplo, que escribo mucho justo con grupos binarios, a propósito de lo que estoy diciendo: “creencias y delirios”, “obsesiones y fijaciones”, en fin). Todos tenemos una concepción del mundo o una ideología que nos condiciona y nos sesga, nos determina a la hora de procesar la información que recibimos a cada instante.
Pero el sectarismo o el fanatismo son una aberración, una desviación conceptual, una versión extremista y empobrecedora del mundo que postula un principio lógico según el cual las cosas y las ideas que se tienen por verdaderas en una doctrina dada implican la negación de todas las demás, como si al reconocer un hecho cualquiera, que puede ser válido, por qué no, se impusiera la obligación moral de rechazar otros no menos ciertos.
La realidad consiste en eso, en su profunda complejidad, en su carácter muchas veces inasible e inquietante
Por eso insisto en la condición revelada y confesional, dogmática y religiosa, cómo me gustan los grupos binarios, de todo fanatismo, incluso el fanatismo político. Decía Jan Assmann, alma bendita, que Anubis lo tenga en su gloria, decía Jan Assmann que en las religiones monoteístas brota una forma radical del principio de identidad de la lógica clásica: si Dios es único, verdadero y solo uno, todos los demás son falsos.
Es decir: si uno cree en algo, como un acto de fe, tiene que negar todo aquello que no reafirme sus dogmas y principios, el relato inamovible y cerrado que explica el mundo del fanático, por fuera del cual solo hay errores y equivocaciones, falacias y engaños. No se puede reconocer, entonces, que hay realidades diversas que conviven, y que aceptar una de ellas no implica la supresión o la refutación de las demás; no se puede ver la realidad, mejor dicho.
Porque la realidad consiste en eso, en su profunda complejidad, en su carácter muchas veces inasible e inquietante, quizás por eso el fanatismo tiene tanto éxito, para refugiarse en él y encontrar una explicación fácil y completa de todo, un relato (un recetario, un credo) que contiene todas las preguntas y todas las respuestas, con una coherencia inobjetable, con una seguridad que nos libera de asomarnos al mundo y sus grietas y sus absurdos y sus problemas.
¿Se puede decir, por ejemplo, que Putin es un tirano y un autócrata, que su régimen es represivo, plutocrático, autoritario y dictatorial? ¿Se puede decir que Ucrania es una nación soberana que lleva siglos intentando serlo? Sí, se puede decir. Y a la vez se puede reconocer la hipocresía y la abyección de las potencias occidentales, con Estados Unidos y Alemania a la cabeza, su decadencia, la perversidad y la estupidez de muchos de sus métodos.
¿Se puede decir que Hamás es un grupo sanguinario y terrorista, uno de los peores flagelos (como si hicieran falta) del pueblo palestino en su historia? Sí, se puede y se debe decir. Y a la vez se puede reconocer que el régimen de Israel comete crímenes contra la humanidad y deshonra al pueblo judío, su historia de dolor y sufrimiento en la que se forjó su identidad, allí donde anidó su Dios que fue su verdadera patria y su razón de ser.
Sí se puede, no estamos obligados a vivir con los dilemas fatales de los fanáticos. Allá ellos y su mundo, pobres, pero el nuestro no tiene por qué ser ese. No les demos ese triunfo.