En la universidad soñaba con una compañera de carrera de la que estaba enamorado. No me ponía atención, por lo que pensaba en ella con más frecuencia de lo normal, de ahí que a la hora de dormir la tuviera en mi cabeza. Nunca pasó nada entre los dos, pero nos hicimos amigos y nos veíamos todos los días en clase, así que no tenía oportunidad de extrañarla demasiado.
Ahora sueño mucho con mi padre. Murió hace más de una década, pero me visita en sueños varias veces al año. En la última de ellas estábamos en la vieja casa familiar viendo la final del mundo entre Colombia y Polonia (un partido de mierda, pero 1-0 a favor de los nuestros) y luego del juego bajábamos a comer.
Algo pasaba en la mesa que nos hacía discutir y enfrentarnos. Él se acercaba a mí, diez centímetros de distancia apenas, de manera que podía ver la furia en sus ojos y sentir su olor también; no olía a muerto, sino al aroma que tenía en vida. Yo me sentía atacado, así que lo amenazaba de vuelta con un cuchillo, pero era uno mantequillero, sin filo y de punta redonda, lo que, asumo, quiere decir que, por mucho que haya desaprobado a mi padre en vida, es imposible para mí pensar en hacerle daño.
Soñamos con lo que nos importa, supongo, por eso me llama la atención que hace unas noches haya soñado con la boda de Gabriela Tafur y Esteban Santos. No estoy consumiendo noticias, así que poco y nada supe al respecto, por eso me sorprendió tanto que en mis sueños tuviera una relevancia capital.
Tomo como una derrota de la vida haber visto la lista de invitados y, al margen de políticos, empresarios y otros personajes ilustres, haberme encontrado con que JuanDa estuvo en el matrimonio.
En la película que me armé mientras dormía, el matrimonio era en Santa Marta, por lo que yo aprovechaba que tengo familia allí, me iba en lancha hasta la playa secreta donde se celebraba y me bajaba desesperado antes de que encalláramos porque no quería perderme de nada.
Poco me importaba que me picara una aguamala apenas tocar el mar, y que los invitados me miraran con reprobación por haberme presentado sin permiso; yo quería hacer parte del evento del año en Colombia a como diera lugar.
Insisto, me aterra la incongruencia entre mi consciente y mi inconsciente, porque mientras pasé por encima todo lo que tuvo que ver con la boda, claramente mi cabeza se quedó fijado en aquel suceso. Por eso, después del sueño me puse a investigar y descubrí que, en efecto, había tenido gran despliegue nacional.
Fiel a lo que somos, hubo miles de lambones y detractores, desde los que envidiaban casarse así hasta los que les deseaban la muerte a todos los oligarcas de la patria. También me llamó la atención que la denominaran la ‘boda real’ y que se refirieran a los novios y a sus familias como la ‘realeza del país’. Siglos tratando de emanciparnos de reyes y dioses, y aprovechamos cualquier oportunidad para llamar así a todo aquel que iremos.
No conozco a Gabriela ni a Esteban. Con ella intercambiamos nuestros libros alguna vez, mientras que él me ‘faveó’ un tuit, pero hasta ahí, así que no había razón alguna para que me invitaran. Eso sí, cuando vi fotos de los invitados me dio tristeza perderme todo aquello, más allá de que me hubiera tocado usar una de esas chaquetas blancas que llevaban los invitados hombres. Son carísimas y en este momento no puedo costear una, así que me hubiera aparecido con la chaqueta de entrenamiento de la selección de Alemania que tengo en mi clóset y que es, en efecto, blanca con vivos negros.
La verdad es que no me desvela no haber ido a la fiesta, pero sí tomo como una derrota de la vida haber visto la lista de invitados y, al margen de políticos, empresarios y otros personajes ilustres, haberme encontrado con que JuanDa estuvo en el matrimonio. Yo, un costeño clase media con ínfulas de cachaco clase alta, que se cree más Santos que Zableh, me dejé ganar como un estúpido por un influencer.