Hay algo en el presidente electo que induce visiones dicotómicas en los observadores, como si estuvieran frente a una de esas ilusiones ópticas que pueden verse de dos formas distintas, pero nunca simultáneamente, sino una a la vez: ora un pato, ora un conejo.
En ‘El País’ de España, la escritora Melba Escobar se pregunta: “¿Cuál Gustavo Petro nos gobernará… aquel que en 2018 propuso una asamblea constituyente o el que desechó la idea hace poco con el fin de tranquilizar a los electores?”. Otro artículo del mismo diario se titula: ‘El día en que Petro ganó a Petro’. Otro escritor, Héctor Abad Faciolince, tras describir dos facetas del próximo mandatario, se interroga: “¿Cuál de las dos personas será presidente de Colombia?”. Y yo mismo dije, hace unas semanas, que el reciente cambio de imagen del candidato, cuyo fin era pintarlo más moderado que en el pasado, tenía bastante de postizo.
Durante la campaña, esa ambigüedad era manejable, incluso explotable, pero ahora que el Pacto Histórico será gobierno, las contradicciones entre los dos Petros tendrán que resolverse de alguna manera. Y esa tensión moldeará el ambiente político colombiano de los próximos años.
En particular, hay una distancia difícil de salvar entre las descomunales expectativas, nada menos que ‘históricas’, que el candidato despertó en amplios sectores de la población y la actitud más mesurada que tuvo que adoptar de cara a la segunda vuelta. Sin esa moderación del discurso, secundada por tardías adhesiones centristas, como la de Alejando Gaviria, Petro no habría ganado las elecciones. Pero está por verse si su organismo acepta o rechaza ese injerto de un órgano de otra especie, el ‘cambio responsable’, que le cosieron en una cirugía de último minuto.
Pienso en un video que vi de unos muchachos de Timbiquí, Cauca, todos afrodescendientes, que celebran la victoria de Petro por las calles de su barrio de casas humildes. Su alegría es envidiable. Pero esos jóvenes no están celebrando el inminente desembarco del ‘cambio responsable’ en su comunidad, sino otra cosa. No le están cantando a la mansedumbre del conejo, sino al ‘cua cua’ del pato: a la ilusión, producto de las promesas de la campaña ganadora, de recibir beneficios tangibles, como educación superior gratuita, un ingreso mínimo, empleo garantizado, la superación del hambre y la pobreza, etc., en un plazo lo suficientemente razonable como para que haga una diferencia en sus vidas.
Otro ejemplo de grandes expectativas: “¿Será que los servidores públicos por fin serán servidores públicos?”. Así trinó el actor petrista Julián Román, ofendiendo a miles de servidores públicos competentes que hay en el país, pero, sobre todo, desnudando la esperanza de que el nuevo gobierno obre una revolución –no me queda claro si higienizante o tayloriana– en la función pública.
No estamos aquí ante promesas exageradas, como las de cualquier político, sino ante contradicciones internas insalvables: expectativas presupuestalmente incompatibles con el ‘cambio responsable’ que se esgrimió para tranquilizar a los temerosos; y políticamente incompatibles con el ‘clientelismo responsable’, que también jugó un papel en la victoria.
El dilema del nuevo gobierno es que entre más escore hacia la moderación, más decepcionará a millones de electores que esperan mejoras palpables en su calidad de vida en el mediano plazo. Pero entre más trate de cumplirles a ellos, más se adentrará en los mares revueltos del populismo fiscal. Tendrá que elegir si defrauda a los actores de la televisión y a los pobres de Timbiquí o si defrauda a los centristas del cambio bajo en sodio y grasas trans. Pues será política y fiscalmente imposible satisfacer a los dos al tiempo. Ora un pato, ora un conejo.
THIERRY WAYS